México a través de las ideas

Isaiah Berlin ha mostrado el inmenso poder de las ideas como fuerzas motoras en la historia. En el sentido más amplio, dice Berlin, el Cristianismo, el Marxismo, el Freudianismo han sido ideas cuya influencia trasciende las circunstancias en que fueron creadas y determina de mil formas la vida práctica de los hombres. Se trata de una acepción de la palabra idea que abarca el mundo de las creencias, las ideologías y hasta los mitos.

En México se ha escrito mucho sobre el poder y muy poco sobre las ideas en el poder. Un caso excepcional es la obra en dos tomos de Charles Hale sobre el liberalismo, desde los albores de la República -la época del doctor Mora- hasta el final del Porfiriato -la época de Justo Sierra. En la circunstancia política actual, su lectura es reveladora porque algunas de las ideas rectoras de nuestro pasado parecen haber cumplido su ciclo por obra del agotamiento histórico o la competencia con otras ideas menos sublimes pero más reales o eficaces.

En el origen ideológico de México hay -como explicó don Edmundo O'Gorman- la cara de un Jano criollo. Mora, formado en la más sistemática de las concepciones, la escolástica, adopta el ideario de la libertad, busca la Reforma en el sentido estricto de la palabra, tan estricto que termina sus días adoptando el Protestantismo. Alamán, el empresario formado en Inglaterra, recorre el camino inverso, de la libertad al sistema, no sólo en términos políticos y religiosos sino económicos, confiando en la idea de un estado orgánico y central que los porfiristas del siglo XIX y los revolucionarios del XX harán suya.

En "Las transformaciones del liberalismo en México a fines del siglo XX" (editado por Vuelta en 1991), Hale retoma a la historia a partir del triunfo de la ideas liberales y la derrota aparente de las conservadoras. Han quedado atrás las guerra de Reforma e Intervención. La reducida elite intelectual y política debía aplicarse ahora a la construcción de México. Todos eran liberales, pero algunos eran más liberales que otros. O lo eran de manera distinta. El liberalismo no ofrecía un conjunto unitario de preceptos. Se prestaba, como todas las grandes ideas de la historia, a diversas interpretaciones. Fue entonces cuando comenzó a crearse una división -generacional, en gran medida- entre los viejos defensores del liberalismo clásico y los jóvenes creyentes en el positivismo.

El paladín de los primeros fue José María Vigil. Creía religiosamente en la Constitución del 57 y en aquello que en nuestro tiempo Isaiah Berlin ha llamado la "libertad negativa", es decir, no la libertad para sino la libertad de: no un código formal sobre los actos que debe realizar la persona o la sociedad para ser libre sino la remoción de obstáculos para la libre y responsable expansión o expresión de la persona humana en sociedad. Tal vez el principal adversario de Vigil -no el único- fue el joven Justo Sierra, que a los 30 años creía haber superado el liberalismo "metafísico" y el "espiritualismo" de sus "venerables maestros" de la Reforma -entre ellos su mentor Altamirano- para abrazar una idea positiva de la política y la sociedad.

La polémica, como explica Hale, partió del ámbito de la política constitucional y derivó hacia otras esferas: la filosofía de la educación superior -sus escuelas y sus libros de texto-, la política económica y de colonización, el destino de los indios, la noción de atraso y de progreso y, en general, el concepto mismo de la vida en sociedad. "Positivismo y liberalismo -decía Vigil- son términos que se contraponen". Para Vigil, el positivismo conducía como en cascada al abismo moral de un perverso conjunto de ismos: escepticismo, materialismo, ateísmo, egoísmo, despotismo. Inspirado en la filosofía espiritualista de Víctor Cousin y en las ideas políticas de Mill, Vigil era un liberal sin adjetivos. En lo religioso, se abría con respeto y humildad a lo sobrenatural, en lo económico defendía la libertad sin cortapisas, en lo político creía en la tolerancia, la pluralidad, la diversidad.

Los jóvenes editores del diario La Libertad -Sierra, Telésforo García, Francisco Cosmes, Jorge Hammeken y, más tarde, el brillante médico y filósofo Porfirio Parra- se consideraban a sí mismos tan liberales como Vigil, pero liberales en un sentido más acorde con los avances científicos de su tiempo. Abrevando a veces de la geometría filosófica de Comte y otras del evolucionismo de Spencer, concebían la vida social como una escala desde las tinieblas de la religión hasta el paraíso terrenal de la ciencia positiva. El agente activo de promoción histórica era el Estado, que educaba a las nuevas generaciones, estructuraba a la sociedad, y evitaba o prevenía la natural propensión hacia el desorden y la anarquía. Sierra y sus compañeros no ignoraban que esta concepción del liberalismo, inspirada en la tradición estatista francesa o española, tenía un fuerte acento conservador. De hecho, consideraban que esta integración al menos parcial del viejo ideario de Alamán era otro rasgo positivo. Según Sierra, "un partido conservador-progresista podría volverse el gran partido liberal del porvenir". Para entonces, el significado mismo de las palabras se había perdido: si uno podía ser "liberal-conservador", México había logrado abolir el principio universal de la contradicción.

Como religión laica, esta concepción del liberalismo cerró heridas, reconcilió adversarios, sirvió a la cultura y a la integración nacional. El liberalismo operaba como un gran paraguas ideológico bajo el cual podían cobijarse, en perfecta armonía, ideas dispares como el nacionalismo, la identidad mestiza, el misticismo educativo. Pero en el ámbito del propio liberalismo, la fórmula no tardó en mostrar su verdadero rostro: sirvió para legitimar al régimen de Díaz, no para consolidar la libertad individual o política. Cuando en el primer Congreso de la Unión Liberal (1892) Sierra y su grupo pensaron que era tiempo de retomar el constitucionalismo liberal y limitar "científicamente" al Poder Ejecutivo mediante el fortalecimiento del Congreso y el Poder Judicial y la introducción de la figura de la Vicepresidencia, Porfirio Díaz pensó que no, que no era tiempo, que el país requería aún de una buena dosis de política positiva: la suya propia. Díaz controló al grupo que desde entonces se conoció como de "los Científicos", pero éstos -como descubre Hale- no cejaron en su intento genuinamente liberal de limitar el poder personal y absoluto del presidente.

A partir de esa experiencia política, Sierra -el verdadero protagonista del libro de Hale- emprende un viaje intelectual en sentido inverso: poco a poco vuelve al espiritualismo de su juventud, a su entusiasmo original por la Revolución Francesa, critica en privado la perpetuación de Díaz en el poder, escribe que ningún progreso podrá alcanzarse "sin ese fin total: la libertad", apoya a los jóvenes ateneístas en su cruzada contra la rigidez positivista y, hacia el ocaso de su vida, llora y tiembla en el Santuario de Lourdes recordando la religión primera, la inculcada por su madre.

Vigil y los liberales clásicos murieron creyendo que con el fin de su órgano doctrinario, El Monitor Republicano, moría también la idea liberal. Curiosamente, el fracaso político de Sierra y su grupo precipitó a principio del siglo XX el renacimiento de esa idea en dos vertientes: una, dentro del propio grupo "Científico", que en el segundo Congreso de la Unión Liberal de 1903 y en la voz del combativo Francisco Bulnes, dibujó proféticamente el oscuro horizonte de un país que había depositado su destino en las manos de un hombre, no de la ley, de un régimen de partidos y sólidas instituciones civiles. La otra vertiente conduciría al Partido Liberal y a esa versión radical del liberalismo que fue el anarquismo magonista. Gracias a Hale, la genealogía ideológica del Maderismo queda más clara: su tentativa es reivindicar a los liberales de la Reforma pero no es menos importante su vínculo con los Científicos que encarnan una sorprendente continuidad de la tradición liberal.

En los últimos años, Charles Hale ha bosquejado el que sería el tomo final de su gran historia de las ideas en México. Su tesis atribuye a la ideología de la Revolución Mexicana el mismo carácter inclusivo e integrador del liberalismo. A partir de la época alemanista, el neoporfirismo en el poder buscó reconciliar a la nación bajo el paraguas mítico de una revolución-institucional, hija del liberalismo-conservador del siglo XIX, que no sólo superaba el principio universal de la contradicción sino que pretendía poseer la fórmula para alcanzar la plena consecución de todos los fines humanos: la libertad individual y la justicia social, la igualdad y el crecimiento económico, la educación y la paz, la democracia y la estabilidad. Por largo tiempo pareció que lo lograba. Tal vez su ciclo alcanzó el límite en esa versión consumada del neoporfirismo que fue el salinismo, cuya tentativa ideológica -inspirada en parte por Reyes Heroles- fue la más ambiciosa del siglo mexicano. El "liberalismo social" pretendía nada menos que "la Reforma de la Revolución", es decir, la vinculación definitiva del liberalismo decimonónico y la revolución mexicana.

Que para cumplirse, esa síntesis hubiera requerido no de un ideólogo o un profeta sino de un demiurgo, lo probaron los hechos. Hale entrevió vagamente el desenlace cuando participó en mayo de 1993 en un Congreso auspiciado por Luis Donaldo Colosio. Con su natural cortesía y su sencillez habitual, Hale superó el pudor académico y señaló que "los reformadores políticos en ambas épocas han estado restringidos por mitos que inhiben el desarrollo de partidos realmente competitivos". Estaba poniendo el dedo en la llaga. El país no podía seguir atado a ideologías inhibitorias de la libertad concreta de las personas que viven en él, mitos generosos de una utópica reconciliación de valores opuestos que en la práctica resulta imposible. Un doble proceso de deslegitimación -interno e internacional- precipitó el cambio. A partir de 1994 y sobre todo en los recientes procesos electorales, los mitos se revelaron como tales, su mentira y su contradicción quedaron al descubierto.

Ahora nos encontramos a la intemperie. No podemos cobijarnos en el paraguas ideológico del liberalismo-conservador ni de la revolución-institucional. Atrás han quedado también, por fortuna, los ismos sangrientos del siglo XX (nazismo, fascismo, comunismo). ¿Es acaso el fin de las ideologías? En México, algunos pretenden restaurar el mito revolucionario volviendo a doctrinas románticas que han mostrado su pobreza práctica (indigenismo, neozapatismo) o construyendo frágilmente, sobre premisas puramente negativas, su crítica al neoliberalismo. Otros, los neoliberales (que corresponden a los conservadores de la cultura norteamericana), erigen a la libertad económica en un dios omnímodo y despiadado, pero en terrenos morales son todo menos liberales. ¿Qué queda?

Queda releer a Vigil, ese "anciano venerable" cuyas ideas sepultaron a las de sus nietos y bisnietos. Queda intentar seriamente en la vida política la alternativa liberal bloqueada durante siglo y medio pro doctrinas tan positivas como quiméricas. Queda emprender, como Justo Sierra, la marcha al origen. Desechar los mitos, curarnos de las ideologías y volver al significado puro de las ideas y las creencias. Ideas pequeñas, limitadas, prácticas, ideas concretas que hagan menos azarosa e injusta nuestra vida social y económica. Creencias trascendentes que confieran esperanza a nuestra vida espiritual.

Reforma

*Texto leído en el Coloquio en homenaje a Charles Hale: "Recepción y transformación del liberalismo en México", 20 de octubre de 1997. Compilado en Josefina Vázquez Zoraida, Recepción y transformación del liberalismo en México. Homenaje al profesor Charles Hale, México, El Colegio de México, 1999,  

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