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Prudencia

En México, las relaciones entre el Poder Legislativo y el Ejecutivo no han sido un ejemplo de prudencia: uno ha sabido vivir contra el otro, vivir sin el otro, pero no con el otro. Toda la historia política del México independiente, moderno y contemporáneo da cuenta de un movimiento pendular en el cual el Legislativo predomina fugazmente en tiempos revolucionarios, pero lo hace con una agresividad tal, que provoca la reacción contraria y abre la puerta al largo predominio del caudillo, el hombre necesario, jefe máximo o presidente imperial que subyuga, adultera o de plano suprime a los órganos parlamentarios.

Desde el vislumbre mismo de la república, en tiempos de Morelos, el Congreso se extralimitó en su esfera de poder, provocando la postergación de la causa que embrionariamente representaba. Lo mismo ocurrió con los ensayos monárquicos y republicanos en la primera década del México independiente. Refiriéndose a la tiranía del Legislativo, el doctor Mora escribió: "número pequeño de facciosos charlatanes y atrevidos que a fuerza de gritos sediciosos y amenazas arrancan de la representación nacional todo lo que conviene a sus miras". El resultado, claro, fue el advenimiento de esa caricatura napoleónica que fue Santa Anna, el "hombre providencial" que hacía y deshacía congresos dependiendo del humor con que se levantaba.

Tras la interminable comedia santanista, era natural que los Constituyentes del 57 fortalecieran al Legislativo por encima del Ejecutivo, y tal vez exageraron un poco en su empeño. "El presidente -lamentaba Comonfort- ha quedado reducido a ser menos que un jefe de oficina". La guerra de Reforma y la Intervención disolvieron de hecho al Congreso y dotaron a Juárez de facultades extraordinarias, pero tan pronto se restauró la república fue el propio Juárez quien buscó reformar la Constitución con el objeto de equilibrar debidamente los poderes públicos.

Como se sabe -aunque nunca de manera suficiente- aquel decenio (1867-1876) representó el único experimento exitoso de democracia parlamentaria en nuestra historia. Juárez no logró instituir el veto presidencial ni establecer el Senado, pero prudentemente el Congreso le refrendó las facultades extraordinarias sin las cuales el país se hubiese precipitado en el caos. El equilibrio significó derrotas y victorias para ambos poderes. Hubo escarceos, fricciones, equívocos, burlas, todo menos rompimientos que pusieran en peligro o bloquearan la marcha de la nación. Los debates del Congreso llamaban la atención por la honestidad de gobierno y sus adversarios. Un diputado leal a Juárez comentó: "¿Cómo no vacilar teniendo como adversarios a los titanes de las palabras?" Aquellos hombres sabían detener en el borde del abismo sus pasiones. Fieles a la voluntad de sus electores y a la voz de su conciencia, antes que a la consigna de su partido, descubrían esa virtud política y moral que no está en los libros sino en la experiencia: la prudencia.

Como se sabe también, Porfirio Díaz cerró el teatro y se convirtió en supremo juez, legislador y gobernante. No sólo monopolizó el ejercicio de la fuerza sino el de la prudencia. Hasta que por amor a la Silla dejó de ser prudente y se desató la revolución. Con ella llegó la venganza del Legislativo, que tuvo páginas lamentables -como la imprudente deturpación de Madero- y otras memorables -como las tormentosas sesiones de la Convención de Aguascalientes o las no menos intensas del Constituyente del 17. Pero es muy significativo que el propio Constituyente de Querétaro estableciera nuevos equilibrios entre los poderes públicos en beneficio del Ejecutivo. Tristemente, el resultado fue un porfirismo que duraría 80 años. Con matices y excepciones, entre 1917 y 1997 el Legislativo ha sido un poder formal, un apéndice del Presidente en turno a cargo de un partido, el PRI, integrado orgánicamente al Ejecutivo.

A partir del 6 de julio el mandato ciudadano es muy claro: desechar la presidencia imperial y volver a la división cabalmente republicana de poderes. Se trata de comenzar una nueva era de convivencia respetuosa, de discusión inteligente, de comedimiento y tolerancia. No un trato aburrido y beatífico entre ángeles, pero tampoco una cena de negros ni un festín demagógico. Por desgracia, al menos hasta este instante, los presagios no son buenos. A propósito del Informe del 1o. de septiembre -ritual imperial, sin duda, que debe reformarse radicalmente- la nueva mayoría legislativa ha buscado un gesto del Ejecutivo que demuestre simbólicamente la alternancia de poder en el Legislativo. ¿Era prudente? ¿Era necesario? ¿No fue suficiente el voto mayoritario por la oposición y el hecho incontrovertible de la minoría priísta en la Cámara? Tal vez las transiciones históricas, como las personales, requieren esos ritos de pase que pueden parecer traumáticos, pero en el futuro, la crítica de los opositores a la gestión presidencial en presencia del Ejecutivo no debería formar parte de la relación entre los poderes porque aviva los enconos y es funcionalmente innecesaria.

El episodio del Informe pasará. Aunque la polarización que ha evidenciado es peligrosa, esperemos que no sea más que una tormenta en un vaso de agua. Quizá lo importante no ocurrirá mañana sino a partir de mañana. El país no tiene tiempo que perder. En esta tercera y definitiva restauración republicana, los ciudadanos no podemos consentir la discordia entre los poderes. La agenda nacional está repleta de problemas que necesitan atención: la urgentísima reforma judicial y sobre todo penal que la sociedad reclama casi con desesperación, la nueva legislación laboral que se adecúe a las realidades de la competencia internacional, los probables cambios al derecho indígena que ayuden a resolver la cuestión de Chiapas, el seguimiento en la reestructuración de la burocracia pública, los posibles ajustes a la política económica, los cambios que aún requiere la legislación electoral, etc...

Ninguno de estos temas podrá resolverse sin la convivencia civilizada de los poderes públicos. El riesgo de que no ocurra está, o debería estar, a la vista de todos. Dada la composición actual de la Cámara, si los diputados se empeñan en bloquear el presupuesto y la ley de ingresos que someta el Ejecutivo podrán hacerlo, precipitando el caos de los mercados y una recaída de consecuencias insospechadas. Para evitar el peligro, necesitarán la mayor prudencia en sus deliberaciones y decisiones. Pero el Ejecutivo, a su vez, deberá tomarse el trabajo largo y penoso de aclarar, detallar, explicar, justificar prudentemente sus iniciativas.

Un presidente del PRI, un Senado del PRI y una Cámara de Diputados con mayoría de oposición es un arreglo de cohabitación difícil pero no imposible. Juntos, el Presidente y el Senado pueden, si se empeñan, congelar toda iniciativa de la Cámara Baja. Pero una mayoría de dos terceras partes de diputados presentes, puede a su vez paralizar iniciativas cruciales del Presidente. El país entero se volvería un candado. Si a esto se aúna la creciente pluralidad partidaria en el gobierno de los estados, la lectura de los tiempos es clara: para evitar la anarquía, no hay más camino que el diálogo limpio y la negociación de buena fe. Defender el poder propio respetando la esfera del ajeno, mantener el equilibrio sin buscar el predominio, ejercer las prerrogativas propias con cautela. Las fórmulas se multiplican, pero como lo sabían los clásicos griegos y romanos, los medievales, renacentistas e ilustrados, todas encarnan en una sola palabra: prudencia.

PD: Este artículo supone que mañana tendremos Cámara instalada e informe presidencial. La discordia entre los diputados electos del PRI y de la oposición puede impedirlo. Ambos han actuado con imprudencia: la oposición por sus desplantes de arrogancia, pero acaso más el PRI por aferrarse a sus antiguos métodos. Hay poco tiempo para recapacitar.

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31 agosto 1997