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Nueva rogativa

Ya no están junto a nosotros los viejos de la tribu, los hombres de la Revolución. Ya no podremos preguntarles sobre el verdadero rostro de la violencia. ¿Cómo era aquella atmósfera de muerte? ¿En verdad valió la pena el sacrificio de un millón de vidas? Pocos formularon esas preguntas, porque no había una circunstancia que las despertara. Sólo unos cuantos entre aquellos viejos vislumbraron con horror el riesgo de entrar a una nueva era de inestabilidad, si el país no cambiaba sus usos políticos.

¿Qué dirían sobre nuestro predicamento actual? Nunca lo sabremos. Frente a los problemas de esta hora, no hay oráculos posibles. Ahora todos los mexicanos somos contemporáneos: los nuevos viejos de la tribu. Pero es difícil resignarse a una situación inédita. Cada quien, en silencio, consultará a sus clásicos, interrogará a sus muertos. Por mi parte, he vuelto a releer uno de aquellos hombres singulares que, habiendo construido a México "con la pluma y con la pala", se atrevieron a vislumbrar el futuro más allá del orden creado por la Revolución Mexicana.

Fue un crítico y un profeta, vivió intensamente la tragedia del 68 y vio con claridad sus signos ominosos: Daniel Cosío Villegas.

Siempre creyó que las llagas sociales y económicas de México eran menores que sus "llagas políticas" (utilizaba precisamente ese término). Muchos de sus escritos finales sobre la necesidad de una reforma democrática conservan la vigencia y la frescura del instante en que los publicó, pero entre todos ellos la memoria me ha llevado a uno, fechado el 4 de diciembre de 1970. Lo tituló "Rogativa". Fue escrito, estoy seguro, en un momento de dolor y de una muy tenue esperanza. Cosío no era propiamente un anciano tenía entonces 72 años pero presentía la ronda de la muerte y le urgía dejar testimonio de su amor a México bajo la forma de un llamado "al primero, del último ciudadano de esta República".

Nada pedía, "por supuesto", para su persona, pero "para el país en que nací agregaba, donde he vivido feliz por largos años y del que me ausentaré para siempre dentro de poco, para él sí pido, y mucho". Lo cierto es que no pedía mucho. Reconocía que las apremiantes necesidades de la Nación eran casi infinitas mientras que los recursos y el tiempo para llenarlas eran "inflexiblemente limitados". Pero "se atrevía" a señalar que la "necesidad nacional suprema" no era de "orden material sino ético". Satisfecha la necesidad moral, apagar la necesidad material sería una tarea mucho más llevadera, porque se emprendería "con la fuerza que sólo dan la fe y el desinterés", justamente los estados de alma que hacían falta en la vida mexicana:

"Ningún hombre puede vagar indefinidamente sobre la Tierra sin creer en algo, sin confiar en alguien".

"Tampoco hay hombre en este mundo que resista nutriéndose eternamente de recelos y desencantos".

"Y esto es quizá más cierto aun en el mexicano, que nació sin aguardar gran cosa de sus paisanos y nada absolutamente de sus gobernantes".

"Por eso ya va siendo largo el proceso de decaimiento moral en este país... si bien en los últimos años se ha acentuado de un modo que lastima y sobresalta".

Ante esta situación, "lo decisivo para el porvenir inmediato y lejano del país" no era la destreza para la maniobra política, la clarividencia administrativa o la comprensión de los problemas técnicos, sino algo muy distinto: cambiar el espíritu del Gobierno. El régimen se había acostumbrado a gobernar contra la voluntad de la Nación o contando, en el mejor de los casos, con su indiferencia o tolerancia.

Ni las obras materiales, así fuesen imponentes, ganaban de verdad el corazón de la gente, harta ya de escuchar el sarcasmo de que se hicieron en su beneficio. No había, en fin, otro modo de hacer un gobierno fecundo sino a través "del respeto, la adhesión, e incluso el apoyo reverente de los gobernados". Por eso Cosío Villegas no dudaba:

"México no necesita tanto un líder político; tampoco un reformador administrativo; ni siquiera un promotor enajenado de obras públicas. Por lo que clama es por un líder moral que sirva de ejemplo y de inspiración a todo el País".

Aquel gobernante, por supuesto, no lo escuchó. Tampoco los siguientes. A pesar del extraordinario avance de México en estos últimos años y del respeto que comenzamos a gozar entre las naciones de Occidente (respeto valiosísimo pero frágil, al que sería suicida renunciar), en punto a lo moral estamos en el lugar exacto en que nos dejó aquella "rogativa" de Cosío Villegas.

El Gobierno de México, ésa es la cruda realidad, no ha cambiado su espíritu. Es la hora quizá de lanzar una nueva "rogativa" o de relanzar la original con un contenido nuevo.

Los males que vio y previó Cosío se han multiplicado.

Sin sobreponerse aún al azoro provocado por la sublevación chiapaneca, indignada profundamente por el asesinato de Colosio, desconfiada del Gobierno hasta el extremo de sospechar que en su cúpula se fraguan las mayores vilezas, temerosa como nunca de la inseguridad pública, consciente apenas del inmenso poder del narcotráfico, asida en amplios sectores a una antiquísima cultura paternalista pero atenta en muchos otros a los cambios democráticos en el mundo, la opinión pública no se equivoca cuando presiente que hemos entrado en una zona histórica peligrosísima.

Entre los riesgos que ve y que a toda costa quería evitar, destaca uno. No es un espejismo: son dos locomotoras la del PRI y la del PRD que marchan hacia su puntual colisión el 21 de agosto de 1994. Para evitarlo y para completar el arribo pleno de México al mundo moderno, sólo hay un método, el mismo que propuso Cosío Villegas: cambiar el espíritu del Gobierno.

Este cambio, en nuestro tiempo, tiene un nombre sin adjetivos: democracia.

El Gobierno ha hablado incesantemente de "perfeccionar" la democracia y ha propiciado cambios en la legis-lación y la práctica electoral. Nadie en sus cabales puede negar estos pasos.

Pero el Gobierno y esto es lo decisivo no ha convencido a la sociedad ni a los partidos de oposición de que esta vez se propone de verdad la democratización.

Por el contrario. Muchos de los reacomodos internos en el PRI, muchos de los enroques entre el PRI y el Gobierno, las viejas prácticas de manipulación que ahora reaparecen, trasmiten a la opinión el mensaje opuesto: el sistema no quiere una reforma sustantiva, el sistema lo que quiere es persistir. Pero después de la colisión del 21 de agosto, persistirá en un clima de violencia social, de inconformidad política generalizada y de aguda crisis económica. Es decir, persistirá con costos inmensos o tal vez no persistirá.

Un liderazgo moral el día de hoy mañana será siempre demasiado tarde supone, en primer lugar, una declaración pública, convincente y definitiva, en favor de la democracia. Por primera vez desde 1929, el Presidente se desligaría del PRI y se erigiría él mismo en garante de la democracia. Acto seguido, y sin detrimento de los avances que se logren en la legislación y la práctica dentro de los institutos y tribunales electorales, el Presidente podría hacer un llamado a los candidatos a la presidencia de todos los partidos y a los representantes genuinos de la sociedad civil (Iglesia, empresarios, intelectuales, etc...) para firmar con él un acuerdo histórico de transición a la democracia.

A partir del acuerdo similar al que el Rey Juan Carlos y los protagonistas políticos españoles lograron hace casi 20 años los representantes de la sociedad civil constituirían un cuerpo que no duplicaría las funciones del IFE ni las de los Poderes de la Unión. El nombre es lo de menos, podría llamarse "Consejo Ejecutivo de Transición a la Democracia", su encomienda sería la de facilitar y promover, en conjunción con todas las estructuras ejecutivas y legislativas, y en todos los niveles del Gobierno, la transición a la democracia. ¿Funciones? Pocas, claras, inmediatas, prácticas.

Uno de sus primeros cometidos sería la promoción creativa de un clima para la libre participación política (por ejemplo mediante campañas imaginativas de concientización electoral a través de los medios de comunicación). Otro objetivo sería asegurar que el Gobierno o sus agencias noticiosas no apoye o perjudique a ningún partido.

El consejo organizaría un proceso de vigilancia electoral paralelo (o en coordinación) al que realizarán personas y grupos nacionales y extranjeros. Se buscaría el refrendo del PRI a los "20 compromisos para la democracia" que había firmado ya Luis Donaldo Colosio, adicionando cuatro endosos fundamentales: una política económica responsable y realista que el PRI debería asumir ante la Nación con absoluta claridad (y que sólo la demagogia irresponsable puede juzgar equivocada en sus líneas básicas); una atención prioritaria a la justicia social, una acción mucho más firme por parte del Gobierno ante la ola de secuestros y otros actos delictivos; y, finalmente, la renuncia expresa de todos los contendientes políticos al uso de violencia.

El Consejo informaría a la sociedad civil su apreciación sobre el resultado de las elecciones, pero no concluiría sus labores el 21 de agosto: se constituiría en un órgano permanente para asegurar la transición pacífica y plena a la democracia, antes del año 2,000. Se dirá que apelar al Presidente es reincidir en el presidencialismo. Podríamos discutir eternamente sobre estos temas en abstracto, pero en la premura de tiempo en que nos hallamos, y a partir de nuestra historia y circunstancia, la fuente natural de consenso es el Presidente.

Es de allí de donde debe partir la iniciativa de reforma, el cambio de espíritu. Pero también es verdad que nada se logrará si la sociedad civil mexicana no recoge en caso de darse ese mensaje, y no organiza aún sin ese mensaje de inmediato. Por otra parte, una pronta y feliz culminación del proceso de paz en Chiapas podría tener un efecto benigno en la dirección del Acuerdo y los trabajos de la Comisión: México habría disuadido a la guerrilla en cinco meses a través de la justicia y la democracia.

Ya no está entre nosotros el viejo de la tribu. La vigencia de su crítica es la prueba de nuestro atraso político en el último cuarto de siglo. Pero su tenue esperanza es todavía, milagrosamente, la nuestra: "Esa es mi rogativa, señor Presidente: que se convierta usted en ese ejemplo moral de la Nación mexicana, con la seguridad de que toda ella lo seguirá por ese nuevo y sublime sendero".

El Norte y Reforma

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24 abril 1994