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La persona y el personaje

"Llega a ser quien eres" Píndaro 

¿Cuál es el peor enemigo de un candidato presidencial? Su asesor de imagen. Aprendí esta verdad amarga en un viaje a Lima, invitado por Mario Vargas Llosa, durante la primavera de 1990. Al llegar a mi cuarto de hotel encendí la televisión y me sorprendió ver a un Vargas Llosa que no conocía. Si no recuerdo mal, caminaba en alguna playa sermoneando al público sobre los horrores del mercantilismo estatal, las ventajas de la economía de mercado, la posibilidad de que el Perú volviese a ser el edén bíblico con sólo adoptar el evangelio liberal. La apelación directa a la voluntad de progreso en el votante peruano me pareció demasiado agresiva, casi como un reclamo personal a su centenaria postración, pero lo que me extrañó más fue la actitud de Vargas Llosa ante las cámaras. Ni sombra de la suavidad, la nobleza, la sencillez de Vargas Llosa. Lo que aparecía en la pantalla era un artificial anunciante de sí mismo. Averigüé que lo asesoraba, a un altísimo costo, una firma norteamericana de consultores de imagen. Cuando semanas después sobrevino su increíble derrota a manos de un hombre que durante mi estancia era prácticamente desconocido, pensé en una hipótesis: la persona Fujimori venció al personaje Vargas Llosa.

Conozco personalmente a Ernesto Zedillo desde hace tres años, pero conocí su trayectoria profesional de mucho tiempo atrás. Alguna vez escuché a Miguel Mancera uno de los hombres públicos más valiosos de México referir la historia del FICORCA, aquel fondo de apoyo cambiario que permitió a innumerables empresas sortear la crisis financiera de 1982. Su gestor había sido un joven economista graduado en Yale: Ernesto Zedillo. "Es el mejor funcionario que he tenido bajo mi tutela en esta institución'', comentó Mancera, hombre severo y no muy dado a los elogios. Se refería no sólo a la inteligencia de Zedillo, sino a otras prendas: su firmeza de carácter, su capacidad de trabajo, su creatividad práctica, su instintiva repulsión ante las falsas recetas populistas y, desde luego, su honestidad personal.A partir del éxito de aquel programa, su ascenso había sido vertical. En 1987 instrumentó en sus inicios el Pacto de Crecimiento Económico mediante el cual el país ha bajado la inflación de 150 por ciento a 9 por ciento anual.

Su desempeño lo llevó un año más tarde a la Secretaría de Programación y Presupuesto. Finalmente, Salinas le encargó la cartera de Educación. A raíz de ese nombramiento, comimos en un salón contiguo al pequeño despacho de Vasconcelos, el viejo edificio de las calles de Argentina. Me explicó sus planes sobre la federalización educativa, los nuevos libros de texto y la reforma de las universidades públicas. Me impresionó la naturalidad de su talante y su precisión intelectual. Tiempo después, ya en sus oficinas del sur, noté una nueva presencia: un hermoso cuadro de Juárez, el hombre de la ley y la firmeza, el prócer preferido de Zedillo. En esa oficina nos vimos varias veces. Siempre lo encontré con su típico sweater de rombos, trabajando a un ritmo de maratonista. En ocasiones lo acompañaban sus hijos. Alguna vez nos invitó a un concierto en el Auditorio Nacional. Se entusiasmó con B.B. King, recordó sus años rockeros en Yale, y saludó al célebre jazzista mexicano Carlos Monsiváis. Nilda, su mujer, nos pareció un caso único de frescura y autenticidad entre las esposas de políticos. Luego vino el episodio de los libros de texto. Mis críticas no mancharon una relación cordial y franca. Zedillo soportó el temporal, introdujo cambios pertinentes y logró avances tan efectivos en sus proyectos de federalización. Comprendí entonces el entusiasmo de Mancera.

Me consta que Luis Donaldo Colosio pensaba igual. Con evidente alivio, me comentó en diciembre de 1993: "He llamado al mariscal Zedillo para que dirija mi campaña''. La persona que conocí no es la que apareció en las pantallas en el debate del pasado jueves 12 de mayo. Zedillo el hombre no tiene esa sonrisa pegada a la cara ni mueve las manos de ese modo mecánico. Zedillo la persona es físicamente alérgico a la retórica y al engolamiento, y jamás utilizaría términos de bronce como "compatriotas''. Zedillo el servidor público suele hablar de su carrera con el legítimo orgullo de provenir (como Colosio) de una "cultura del esfuerzo'', pero nunca cometería la inelegante e ineficaz desmesura de ostentar su ascenso público como un modelo excepcional, digno de ser emulado.

Zedillo el economista hubiese defendido a capa y espada la política económica del presente régimen explicando con claridad al público que si los beneficios de la medicina no han surtido aún el debido efecto, no es porque la medicina sea inadecuada ni mucho menos, sino por la perversión de la enfermedad que ha intentado curar: el populismo económico. Zedillo el norteño que aprecia y respeta la individualidad humana hubiera fluido en la pantalla con naturalidad, con flexibilidad política, con ironía; hubiera exhibido seguridad, no desplantes de seguridad; atención a los puntos de vista de sus contrincantes, no desdén ni atisbos de soberbia e intolerancia.

"Los debates sirven para conocer, bajo presión, a la persona que los candidatos llevan adentro'', me dijo León, mi hijo, días antes del encuentro. El fetichismo de los asesores de imagen evitó que Zedillo mostrara a la persona que lleva adentro y colocó en su lugar como en el caso de Vargas Llosa a un personaje ajeno. Para el largo tramo que falta, la receta la tienen los amigos, no los asesores: la persona debe reemplazar al personaje.

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