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El ocultamiento de la muerte

Tras el éxito mundial de Amores perros, Alejandro González Iñárritu decidió asomarse aún más en la boca del lobo y abordar, de manera directa y con la mayor crudeza, el tema de la muerte. La muerte no como usualmente se trata en las películas de Hollywood (el desenlace rosa de una historia, con su música de fondo, sus tonalidades sentimentales y su previsible moraleja), sino la muerte como el comienzo y la raíz de la historia. 21 Gramos es una respuesta compleja y múltiple a antiguas preguntas existenciales. ¿Cuánto pesa la culpa en quien, sin buscarlo, provoca la muerte de personas inocentes? (Benicio del Toro) ¿Cuánto pesa el dolor en quien pierde a los seres entrañables? (Naomi Watts) ¿Cuánto pesa el temor en quien está condenado a ella? (Sean Penn) ¿Cuánto pesa la muerte?

El público de México acogió la cinta con entusiasmo. Es natural. Tanto la cultura indígena como la española veían la muerte con la estoica familiaridad que, en alguna medida, caracteriza todavía a la vida mexicana. En Europa, 21 Gramos ha tenido excelente acogida. En Italia es un éxito de taquilla. "Sorprendente, brutal como un puñetazo", opinó Libération en París. En Inglaterra, la cinta obtuvo cinco postulaciones a los premios Bafta. En cambio, en Estados Unidos la crítica y el público fueron menos unánimes en sus elogios y no obtuvo postulación al Oscar, salvo para Watts y Del Toro. Reconociendo el gran talento de González Iñárritu como director de actores, la agresividad casi física de su fotografía y las formidables actuaciones de sus tres protagonistas, se han señalado algunos inconvenientes de la edición, que en su estructura tijereteada confunde al espectador y le impide identificarse emotivamente con los personajes. Quizá tengan razón, pero sospecho que su extrañamiento con respecto a 21 Gramos revela menos las limitaciones de la película que las de su propia actitud -y, en general, la actitud de la cultura estadounidense- ante la muerte.

"El ocultamiento de la muerte para preservar la felicidad -escribió el historiador francés Phillippe Aries- nació en Estados Unidos a principios del siglo XX". El estadounidense -percibió Aries- había alejado la muerte de su horizonte cotidiano, relegándola a una condición accidental, algo que les ocurre a ciertas personas por no cuidar su salud ni ir al gimnasio, una extraña mutación terminal cuyo desenlace debe darse fuera y lejos del hogar, en el espacio neutro y remoto de los hospitales. En este mismo sentido, el teólogo Jacques Maritain apuntaba: "Se llega al punto de pensar en el acto de morir como un sueño que transcurre entre felices sonrisas, entre blancas vestimentas como alas angelicales, algo placentero y sin mayor consecuencia. Relájese, tómelo con calma, no pasa nada".

La sensibilidad inglesa repugnó también de esta excentricidad, como puede leerse en The Loved One (1948), macabra y deliciosa novela de Evelyn Waugh (llevada al cine) sobre las peripecias de un poeta inglés en Hollywood y sus relaciones con un embalsamador y una cosmetóloga de difuntos. No menos importante en el género de reportaje fue The American Way of Death, publicado en 1963 por Jessica Mitford, "la mejor fiscal -según The Economist- contra las malas prácticas y sobrecostos en la profesión funeraria". Las cosas no han cambiado mucho desde entonces. Hollywood, ese espejo de la cultura estadounidense, suele abordar la muerte con un sentido edificante: la trivializa con tiroteos inverosímiles y ríos abstractos de sangre, la edulcora, la suaviza y, sobre todo, en la mejor tradición estadounidense, la embalsama (como en la escena de Mystic River en que Sean Penn ve el cadáver marmóreo de su hija, se acerca a él y, significativamente, se retira sin besarlo). En la industria del espectáculo se puede hacer todo con la muerte, menos verla, hasta donde es humanamente posible, de frente.

En ese contexto, 21 Gramos es un desafío contracultural. No oculta la muerte: la encara, la revela. La cinta, es verdad, exige del espectador una resistencia límite: lo oprime sin tregua, lo mantiene en estado de crispación sin ofrecerle una rendija de luz hasta que, al final, el amor lo redime y "las mazorcas reverdecen" (como dice la dedicatoria final de la película, escrita por González Iñárritu para su esposa, en referencia al hijo pequeño que perdieron hace unos años). Esa confrontación resulta intolerable para quienes acuden al cine sólo para entretenerse, no para involucrarse. "Hay que tener muy buenas razones para matar dos niños en el comienzo de una película", opinó un crítico en la revista en línea Slate. Pero, como sabían muy bien los griegos, la muerte no atiende razones, ni avisa o pide permiso.

Alejandro González Iñárritu se emperró en no hacer concesiones a una cultura que, por razones diversas (el providencialismo de su raigambre puritana, su propensión hedonista, la lógica comercial de la industria del entretenimiento), elude encarar la muerte. Pero esta exploración brutal en el sufrimiento último (que es el tema del Libro de Job) encierra un mensaje de gran valor moral, una lección de humildad y sabiduría para una sociedad que, en amplios sectores de su cultura, ha olvidado la dimensión trágica del hombre.

El Ángel

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