goldmercuryaward.org

Ortiz Mena: mexicano eminente

Don Antonio Ortiz Mena fue alumno de los "Siete Sabios" en la Escuela Nacional Preparatoria y la de Jurisprudencia. Esta Generación, llamada "de 1915", tuvo como marca distintiva la fundación de las instituciones públicas que aún ahora nos sostienen y vertebran. Ortiz Mena y sus condiscípulos heredaron la encomienda histórica de consolidarlas. En su caso, ese designio se cumplió a cabalidad.

Nacido en Parral, Chihuahua, en 1907, provenía de una estirpe de políticos modernizadores y de empresarios mineros. Desde principios de los años treinta, luego de un paso exitoso por el ejercicio privado del derecho, Ortiz Mena dio inicio a una larga trayectoria de servidor público que se volvió exclusiva a fines de esa década, cuando cerró su despacho. Fue jefe jurídico del Departamento del Distrito Federal. Trabajó en la modificación de leyes, emisión de decretos, formulación de amparos y proyectos de planificación. Tuvo contacto no infrecuente con el general Cárdenas y colaboró con Adolfo Ruiz Cortines, hombre amante de los números, reacio a las abstracciones, y preocupado por introducir una racionalidad en las instituciones del Estado mexicano. En tiempos de guerra, Ortiz Mena prestó sus servicios en el Departamento Nacional de Propiedades dependiente de la Procuraduría General de la República, que administraba los bienes incautados a los súbditos del Eje. Más tarde se incorporó al Banco Nacional Urbano y de Obras Públicas, del cual sería subdirector en tiempos de Alemán. Allí tuvo a su cargo, entre otras obras, la planificación de la ciudad de México (por ejemplo la ampliación de la Avenida de los Insurgentes). Pero su gran oportunidad llegó la mañana del 30 de noviembre de 1952, cuando don Adolfo Ruiz Cortines lo recibió en su casa de San José Insurgentes y le dijo:

pollo -así les decía a todos sus pupilos- tengo un problema financiero en el Seguro Social. La proyección de la curva de egresos nos muestra una tendencia al crecimiento mucho más acelerada que la de los ingresos. Si no se revierte pronto, nos encontraremos un problema financiero y, a la larga, político.

Ese período fue un laboratorio y un presagio de la extraordinaria gestión de Ortiz Mena al frente de la Secretaría de Hacienda. Pronto alcanzó el IMSS la salud financiera que le pedía Ruiz Cortines, pero éste era sólo el cimiento necesario. Ortiz Mena aplicó al Seguro Social los principios de descentralización, subsidiariedad y autogestión. Se amplió la cobertura del Instituto en todo el país a través de unidades médicas independientes que actuaban como cooperativas autónomas y así cuidaban rigurosamente sus recursos humanos y materiales. Se fomentó la figura del médico familiar (tan importante en la tradición mexicana, decía Ruiz Cortines, como la del cura), que atendía personal y permanentemente a un número razonable de afiliados y hacía visitas domiciliarias. Se apoyó a los doctores familiares con programas de capacitación e investigación y con personal de apoyo: trabajadoras sociales, enfermeras, especialistas en pediatría, etcétera... Se creó la "Casa de la Asegurada", institución inspirada -¿quién lo diría?- en las células comunistas, pero cuyo objetivo no era vigilar la salud ideológica de los vecinos sino su salud física, la recreación y la economía doméstica de las familias afiliadas. Se erigieron unidades de vivienda popular pensadas como espacios generadores de convivencia y creatividad, se promovió el teatro popular, se hicieron inversiones inmobiliarias como la adquisición del antiguo Parque Delta.

Con idéntico dinamismo y visión, Ortiz Mena dirigió las finanzas del país por doce años. Sus irrecusables paradigmas son el tema de su libro: El desarrollo estabilizador: reflexiones sobre una época (editado por Eduardo Turrent Díaz). Hasta hace poco, nos parecía increíble el desempeño de México en esos años en que la estabilidad cambiaria y monetaria fueron las condiciones necesarias para lograr el crecimiento sostenido de la economía y de los salarios reales, fortalecer la confianza y alentar el ahorro y la inversión. Pero los números no mienten: doce años con el 6.6 por ciento de crecimiento anual del PIB, inflación promedio del 2.2 (menor que la estadounidense), crecimiento de 3.5 por ciento en los salarios reales industriales; finanzas públicas sanas, estabilidad en el tipo de cambio y en las reservas del Banco de México; uso limitado y estrictamente etiquetado del crédito externo en proyectos específicos, autofinanciables y productivos (la deuda externa en 1970 llegaba apenas a cuatro mil millones de dólares); complementariedad del sector público y el privado; promoción selectiva y productiva de las empresas públicas (Programa Nacional Fronterizo, Cancún).

Quienes, a partir de 1970, atacarían a Ortiz Mena por ser un supuesto campeón del liberalismo económico a ultranza, no sabían lo que estaban diciendo: instrumentó ventajosamente la nacionalización de la industria eléctrica (que en esa circunstancia era una medida racional) y nunca adoptó la teoría del Estado pasivo, pequeño o indiferente ante las necesidades sociales. En aquellos doce años planeó un seguro educativo, avanzó en la reforma fiscal, creó el ISSSTE, proyectó al Estado como inversionista en proyectos de fertilizantes en Centroamérica, fomentó la reconversión industrial de empresas como Cordemex, propició las inversiones en petroquímica. "Yo no tenía compromiso ideológico -me explicaba en una de las entrevistas que sostuvimos en Washington, en octubre de 1987-, uno puede ser keynesiano y monetarista, según el caso." Y, en efecto, con López Mateos gastó para atraer la inversión privada, y con Díaz Ordaz se contuvo para "no provocar frenones y acelerones". Fue el gran instrumentador de la llamada "economía mixta". Al reflexionar con nostalgia sobre aquel fugaz milagro, sólo advierto una limitación, si bien grave: Ortiz Mena no fue lo suficientemente visionario como para modificar el proteccionismo industrial y empujar al país hacia unas aguas en las que ya estaba preparado para nadar: las de una apertura -paulatina y selectiva, si se quiere- a la competencia internacional.

Si Díaz Ordaz hubiera optado por Ortiz Mena en lugar de Echeverría (para quien la economía estaba en sánscrito), las cosas habrían sido distintas, acaso no tan exitosas como su gestión en Hacienda, pero seguramente mejores de como, por desgracia, ocurrieron. Desde la devaluación de 1954 -cuando convenció a los líderes obreros sobre las razones de la medida-, mostró que era un gran comunicador. Durante el período de López Mateos -cuando tranquilizó al sector privado explicando el sentido de la nacionalización de la industria eléctrica-, confirmó que sabía ser negociador. Ambas prendas provenían de su experiencia como abogado. Era un financiero nato, un administrador público pujante e imaginativo, un conocedor profundo de la técnica jurídica y legislativa, un instrumentador eficacísimo; era todo eso, pero nunca se pronunció de verdad sobre el monopolio político del PRI.

México encaraba en 1970 un problema político real que reclamaba una apertura difícil. A los estudiantes agraviados del 68, al contexto internacional de Guerra Fría, al ascenso de las ideologías revolucionarias, no se les podía enfrentar sólo con prudencia económica. Se requería una visión democrática que no estaba en el horizonte intelectual de don Antonio y su generación. Tenían, ésa es la verdad, un concepto demasiado tutelar de su misión en el país. Pero México había cambiado. La solución en todos los ámbitos era la verdadera apertura. En la economía, esa salida se retrasó quince años. En la política fueron treinta. ¿Las habría propiciado Ortiz Mena? Creo que sí. En 1987 (mucho antes de la transición a la democracia) me dijo que el parlamentarismo podía funcionar en México.

Lo vi por última vez en su casa de Cuernavaca. En el vestíbulo de entrada pendía, si no me equivoco, uno de los famosos óleos de "Zapata a caballo" de David Alfaro Siqueiros. El comedor miraba a un césped perfecto, flanquedo a lo lejos por majestuosos laureles. Había cumplido los noventa años y padecía el Mal de Parkinson, pero su mente seguía afilada (como su cara), sus ojillos vivísimos, y su sonrisa la de siempre, gentil e irónica. Apenas hablamos de política y de economía. Pasamos a su biblioteca para hojear su edición original de las Antigüedades mexicanas de Lord Kingsborough. Como tantos otros mexicanos eminentes, este hombre caballeroso se refugiaba en la historia para olvidar sus desencantos. En sus años finales, según parece, pasaba las horas escuchando el audiolibro de La Ilíada.

Reforma

Sigue leyendo:

Línea de tiempo

Conoce la obra e ideas de Enrique Krauze en su tiempo.