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La paradójica santidad de Orwell

George Orwell, el misterioso, huraño, estoico, heterodoxo, clarividente escritor inglés, encarnó, para muchos, la conciencia moral del siglo XX. Es verdad que algunos de los problemas de nuestro tiempo no apuntaban siquiera en el suyo (la vuelta del fundamentalismo es el más obvio), pero la mayoría de los ismos que lo ocuparon han sobrevivido (nacionalismo, imperialismo, socialismo, pacifismo, antisemitismo), y las observaciones de Orwell resultan tan pertinentes ahora como lo fueron en 1940: "Hasta el sonido de las palabras que terminan en ismo parece traer consigo un olor a propaganda. Las lealtades de grupo son necesarias, pero en la medida en que la literatura es obra de individuos, las lealtades envenenan a la literatura". Su obra, marcada por la experiencia múltiple y extrema de la guerra, es en sí misma un diccionario de autoridades. Orwell era liberal e igualitario, en igual medida. La suya es la voz de la conciencia individual -solitaria y solidaria- en un mundo regido por vastas fuerzas impersonales.

Orwell escribió multitud de cartas a escritores de la época, amigos o conocidos suyos (Eliot, Koestler, Henry Miller), reseñas críticas de los libros que en su momento hicieron época (Churchill, Wilde, Lawrence, Connoly), notas y diarios de guerra (publicados en The Observer y Partisan Review), decenas de ensayos literarios (sobre Dickens, Kipling, Tólstoi, Yeats, etcétera) y otros, no menos notables, donde confluyen la literatura, la historia, la política y la moral. En conjunto, estos ensayos integran una bitácora intelectual del siglo XX (que, por cierto, ha sido insuficientemente traducida al español). A todos los caracteriza un lenguaje preciso, directo, ceñido. Su prosa fluye diáfana, sin brincos ni afectaciones, en la total transparencia de significado. Su juicio crítico es implacable pero sereno. Orwell casi siempre da en el blanco. Ninguno de estos rasgos abunda entre nosotros.

Nuestros mejores ensayistas (Ortega, Paz) llegaron a crear categorías de análisis propias, tuvieron una particular gracia expresiva (Alfonso Reyes) aunada a un genio metafísico (Borges) o místico (Unamuno). Pero al incursionar en la crítica histórica, algunos -no todos- cambiaban de tono, adoptaban la actitud del pensador: alzaban demasiado la voz y propendían a la predicación, la homilía, la conferencia doctoral, el discurso moralista. Si esto pasaba con los grandes, maginemos a los otros. La prosa contemporánea en nuestro idioma (periodística, académica, ensayística) suele ser adjetival, verbosa, retórica, tópica, desaforada. Nada más remoto a Orwell. Su asidero es la dura roca del hecho concreto, no la atmósfera nebulosa de la doctrina abstracta. George Orwell parte de la verdad empírica, no de la verdad revelada. Su brújula es el sentido común, que nuestra pedantería desdeña como "ligero" o "carente de marco teórico".

Orwell conectó admirablemente su experiencia con su literatura. Escribía sobre lo que vivía. Aunque estudió en los célebres colegios de Saint Ciprian y Eton, dejó testimonio de la crueldad juvenil y la miseria disciplinaria de esas augustas instituciones, con pasajes impopulares, como éste: "Recuerdo la pesadilla diaria del fútbol, el frío, el lodo, el balón detestablemente grasoso que pasaba zumbando por la cara... las rodillas agresivas y los aplastantes botines de los muchachos más grandes". Tiempo después, Orwell se dio de alta como oficial en la Policía Imperial en Birmania, experiencia que lo vacunó para siempre contra el colonialismo y el imperialismo, pero su rechazo no se quedó en la esfera privada, sino que también tuvo su traducción concreta en un libro y un ensayo memorable, Fusilando un elefante, sobre el modo en que la multitud lo empujó a matar a un elefante que asolaba al pueblo: "Percibí en ese momento que cuando el hombre blanco se convierte en un tirano, lo que destruye en ese instante es su propia libertad". Orwell se ganó la vida en las barriadas de Londres y París (hospitales, minas, restaurantes) y escribió minuciosamente sobre todo ello. Quería sufrir (literalmente) para entender el sufrimiento. Lo quiso hasta el grado de contraer la tuberculosis, que le llevó a una muerte prematura, a los 46 años.

Combatiente en España
Inconforme con las adhesiones simbólicas a la causa republicana en España, se incorporó a las Brigadas Internacionales y fue herido en combate (en algún lugar menciona, creo, los buenos cartuchos mexicanos que utilizaba). Su puntual testimonio -Homenaje a Cataluña indignó a los comunistas porque reveló los crímenes de Stalin contra el POUM.

Entre nosotros abundaban los socialistas que jamás habían visto un obrero, ya no digamos convivido con él. Orwell fue siempre un socialista práctico, convencido y aun radical (durante la guerra propuso la nacionalización de tierras, minas, ferrocarriles, bancos e industrias), pero su socialismo fue antitotalitario (de ahí La granja de animales). Pertenece a la noble genealogía del socialismo inglés (no marxista) que recogió la herencia liberal: Owen, Morris y el propio Alexander Herzen, que, si bien era ruso, vivió en Londres y desde allí editó su revista La Campana. Por eso despreciaba a los partidarios del totalitarismo desde la comodidad del liberalismo:

"Todos siguen la misma trayectoria: la escuela pública, la Universidad, algunos viajes fuera y luego Londres. El hambre, el esfuerzo, la soledad, el exilio, la guerra, la prisión, la persecución, el trabajo manual son sólo palabras. Apenas sorprende que para la gran tribu de 'la recta izquierda' haya sido tan fácil condonar las purgas del régimen soviético y los horrores del 'primer plan quinquenal'...Todos tan gloriosamente incapaces de entender el verdadero significado de lo que ocurría".

Orwell creía en la verdad, así de simple. Pensaba que el escamoteo de la verdad –su distorsión por parte de intereses políticos o su adulteración por parte de las ideologías- era la enfermedad moral del siglo XX. Para contrarrestarla escribió 1984. "El totalitarismo demanda la continua alteración de la verdad histórica y, en el largo plazo, la duda sobre la existencia misma de la verdad objetiva". Imaginó al hombre desprovisto de la más elemental libertad: la de creer en los datos inmediatos de su experiencia, aquello que ve, escucha, siente. Lo más grave, a su juicio, era el descrédito de la verdad objetiva entre los escritores. Esa tendencia, no del todo superada en nuestros días, le parecía suicida.

En estos tiempos fundamentalistas, acaso el ensayo más actual de Orwell es "Lear, Tolstói y el bufón". Su tema es la querella entre dos actitudes ante la vida: la religiosa y la humanista. En busca de una santidad sin desprendimiento, más bien intolerante e imperiosa, el viejo Tolstói - aduce Orwell- busca reducir las dimensiones de esta vida y por eso escribe un panfleto contra Shakespeare, "que amaba la superficie de la tierra y los procesos de la vida" con todo su bagaje de pasiones cómicas, absurdas y trágicas. Tolstói quería, como Gandhi, ser un santo, y Orwell detestaba la santidad, la veía como una forma de la autocomplacencia y el egoísmo, una manera retorcida de dominar a los demás.

Los pecados del escritor

Paradójicamente, al propio Orwell se le consideró siempre un santo laico, pero a últimas fechas no han faltado señalamientos sobre sus errores de apreciación, sus prejuicios y, algo mucho más serio: sus pecados. Orwell, lamentablemente, llevó demasiado lejos su oposición al comunismo: según ha revelado Timothy Garton Ash, delató ante su Gobierno a varios artistas e intelectuales "criptocomunistas", y lo hizo por el más terrenal de los motivos: el amor.

"A los cincuenta años, todos tienen la cara que merecen", escribió en su lecho de muerte. Medio siglo más tarde, Orwell tiene al fin la cara que merece: no la de un santo laico, sino la de un hombre extraordinario pero falible.

El País

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