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Paralelos colombianos

Hasta el más distraído visitante del centro histórico de Bogotá puede advertir, en las zonas aledañas a la catedral y a los nobles edificios neoclásicos, la profusión de dos tipos de expendios: los que ofrecen trabajos de imprenta, tipografía y litografía, y los que venden equipos de seguridad militar. Mientras recorro los trayectos empinados, me sorprende la cantidad de placas conmemorativas sobre personajes o hechos históricos que los bogotanos han colocado en las calles. El melodioso castellano del chofer (matizado, preciso, cortés, elegante) acompaña la visión instantánea que me voy formando de Colombia, el generoso país sede de una animada Feria Internacional del Libro que ha tenido a México como invitado especial. Se trata de una sociedad conservadora y formal, con fuerte presencia de la Iglesia, devota de la letra escrita y la letra hablada, acosada a lo largo de su historia por diversas variantes de violencia (civil, ideológica, guerrillera, criminal y narcotraficante).

Mi rápida visita a Colombia me persuadió aún más de la necesidad de estudiar América Latina no sólo en sus propios términos (tarea en sí misma apasionante) sino para entender mejor las luces y las sombras de la historia mexicana. En Colombia, el lugar público de la Iglesia nunca dejó de ser prominente ni hubo una reforma agraria similar, en proporción y profundidad, a la nuestra. La querella entre liberales y conservadores que en México se zanjó en 1867 (con la supresión política de los conservadores), se dirimió en Colombia por dos vías, igualmente persistentes: la democracia y la guerra. Los héroes marchitos de esas batallas -recreados en varios pasajes inolvidables de Cien años de soledad- hicieron las paces a principio de siglo, pero las diferencias entre ambas filiaciones sobrevivieron hasta bien entrado el siglo XX, cuando habían perdido buena parte de su sentido original. En los albores de la Guerra Fría, un carismático líder (Jorge Eliécer Gaitán) ofreció una reforma social profunda (incluso populista) que acaso hubiera ahorrado a aquel país décadas de violencia civil. Pero Gaitán fue asesinado en 1948. Su crimen motivó una airada sucesión de protestas conocida como "El Bogotazo", abrió el decenio de "La Violencia" (200,000 muertos), que a su vez desembocó en una espiral guerrillera y paramilitar, alimentada por el infernal componente del narcotráfico.

Hasta aquí pareciera que la experiencia histórica de México aventajara -digamos- a la colombiana, pero una mirada más cercana revela otro balance. Con la sola y fugaz excepción de Gustavo Rojas Pinilla en los años cincuenta, Colombia no ha tenido -no ha tolerado- dictadores militares ni autocracias civiles. Ni Santa Anna, ni Porfirio, ni Calles, ni partido hegemónico. Casi a partir de su independencia hasta nuestros días, la nación bautizada por el impetuoso Bolívar pero creada por el legalista Santander celebró elecciones periódicas, introdujo muy temprano el sufragio universal y practicó un nivel razonable de participación política aun en sus poblados más remotos. Las costumbres e instituciones de la democracia republicana que en México fueron letra muerta durante buena parte de los siglos XIX y XX, en Colombia fueron, en buena medida, letra viva. Cuando en los años ochenta y noventa las guerrillas asesinaron a magistrados de las Cortes y a candidatos presidenciales, los colombianos no permitieron que se rompiera la continuidad institucional. Por mucho menos, en casi cualquier otro país latinoamericano los militares hubieran tomado el poder.

Este país tenazmente democrático enfrenta hoy un dilema mayor: el presidente Álvaro Uribe busca reelegirse por un tercer período presidencial. Para lograrlo, se requiere una enmienda constitucional que, según las encuestas, contará con el apoyo mayoritario de la opinión colombiana. Quienes apoyan a Uribe aducen varias razones: con su liderazgo ha puesto a la guerrilla a la defensiva y ha logrado que la sociedad colombiana abandone cualquier ambigüedad con respecto a los narcotraficantes. En la era de Uribe (quien sufrió el asesinato de su padre) los colombianos han asumido la guerra y -hasta cierto grado- la van ganando. Otro argumento es su postura ante Chávez. Sólo un líder carismático como Uribe (que, con otro estilo, es también un comunicador excepcional) puede poner límites al proyecto de expansión bolivariano.

Es fácil predicar en tierra ajena sobre las bondades de la democracia y defender el principio de la "no reelección". Eso fue lo que hice en Colombia, con resultados inciertos. No creo que los mexicanos tengamos nada que enseñar a los colombianos sobre democracia, pero es verdad que el inocente principio maderista ha demostrado su utilidad entre nosotros. Un líder, por más extraordinario que sea, no debe perpetuarse en el poder, no sólo porque su reelección indefinida descalifica a los críticos de las dictaduras embozadas sino porque ese acto demerita a la sociedad que lo promueve. Es como la aceptación de que esa sociedad no puede producir nuevas generaciones que tomen la estafeta. Es rendirse al hombre providencial. Esa dimisión es innecesaria, y para muestra el mejor botón: Churchill, el líder extraordinario de la Segunda Guerra Mundial, perdió las primeras elecciones de la posguerra.

Y sin embargo, la aspiración de muchos colombianos es comprensible. La democracia es, en esencia, un método para acotar el poder. Pero también puede ser un disuasivo frustrante allí donde el liderazgo se necesita más. Si no me engaño, ese dilema es parecido al nuestro: nuestra democracia tripartita ha mostrado su capacidad para la deliberación pero no para la ejecución. En tiempos de guerra, como los que viven México y Colombia, la capacidad ejecutiva es un valor capital. En Colombia, el dilema se resolverá, seguramente, con la reelección del Ejecutivo, previa reforma constitucional. En México debemos resolverlo mediante la firmeza del Ejecutivo y un ejercicio inédito de crítica, colaboración, responsabilidad y autolimitación, por parte del Legislativo.

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23 septiembre 2009