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Recuerdo de El Santo: Rodolfo Guzmán Huerta

Al hojear pausadamente el libro El Santo: el enmascarado de plata (de Lydia Gabriela Olivares), las imágenes me remitieron a un pasado remotísimo, el de mi más temprana niñez. Era principios de los años cincuenta; mis padres habían adquirido una flamante televisión Stromberg-Carlson y la habían colocado, como gran protagonista doméstico, en el mezzanine de nuestra casa en la calle de Industria 204. Muy pronto el momento estelar de la semanada fue la cita que teníamos frente al televisor para ver “las luchas”.

La costumbre nos duró varios años, hasta que la televisión emigró hacia otros espectáculos y fiestas (el boxeo, los toros, el futbol, el beisbol) pero siempre conservamos el gusto y la nostalgia de nuestra primera pasión deportiva: la lucha libre. Jaime y yo, como "niños buenos", éramos partidarios de los luchadores "técnicos" y detestábamos a los "rudos". Nuestro cariño por los primeros tenía que ver con la nobleza de us tácticas, sus rostros y hasta sus nombres: el Tarzán López, Enrique Llanes, Black Shadow y sobre todo Blue Demon, el famoso "Manotas:' En cambio, los otros, los "rudos'; tenían apodos y actitudes temibles: el Médico Asesino, Sugi Sito, el Murciélago Velázquez (que subía al ring, si no recuerdo mal, echando a volar una parvada de sus homónimos) y el Gorila Macías, entre muchos otros. Había luchadores poderosos por su peso, como la Tonina Jackson, y otros que causaban terror por su solo aspecto, como el Cavernario Galindo. Pero como un príncipe entre todos reinaba el campeón nacional y mundial de nuestras luchas, el hombre que en un célebre combate de "máscara contra máscara" (7 de noviembre de 1952) despojó de la suya a Black Shadow. Ese luchador con aureola de invencible, ese carismático guerrero de capa blanca, ese "enmascarado de plata" a quien muchos amaban con fervor religioso y otros malquerían pero siempre respetaban, era el Santo.

La impregnación religiosa estaba en el propio nombre, curiosamente asociado a un "rudo" (que empezó siendo "técnico") y que muchas veces se mediría contra un "técnico" con nombre diabólico: Blue Demon. La gente reconocía al Santo no sólo por la aureola de su nombre y su estampa (poderosa, limpia, serena) sino por el misterio insondable de su máscara. Todos hemos leído el capítulo "Máscaras mexicanas" en El laberinto de la soledad, en el que Octavio Paz explica la propensión mexicana al disimulo y el ocultamiento encarnados ambos en el uso antiquísimo de la máscara. En las ferias y las fiestas, en las danzas rituales y las quemas de judas, los mexicanos despliegan todavía "milagrosamente" un carnaval deslumbrante en el que el rostro se oculta y se vuelve otro, u otros, en un juego vertiginoso de espejos. La traducción deportiva de ese ritual es la lucha libre; en ella hay hombres comunes y corrientes con atributos terrenales; a veces poseen una cabellera abundante y, como Sansón, la pierden en el instante de la derrota. Pero entre los luchadores hay seres que aspiran a un plano mayor; son los enmascarados que, al perder su máscara, no revelan su rostro: lo pierden. Lo pierden porque su verdadero rostro es la máscara. Algunos de entre ellos jamás perdieron la máscara y conservaron su dignidad hasta el final; es el caso de Blue Demon. Pero en el cielo de las luchas mexicanas "ese eco remoto de las guerras floridas" ninguna estrella brilló como la del Santo.

El lector de este libro encuentra varias sorpresas. El famoso luchador que por décadas electrizó a sus seguidores en la Arena Coliseo pasó de manera natural a otros escenarios de la cultura popular: fue actor de varias películas, héroe de historietas, protagonista en la televisión y aun ocasional torero; le gustaban la cacería y el beisbol, amó a su mujer y adoró a su hijo, fue devoto de la Virgen. En un curiosísimo reportaje que el lector encuentra en las páginas del libro, el Santo aparece como era en su vida cotidiana: en una sucesión de pequeños actos que serían convencionales si no fueran ejecutados por un enmascarado que no prescinde de la máscara (su rostro verdadero, su identidad) ni para lavarse los dientes. Algo muy poderoso irradiaba aquel personaje que pudo quizá provocar "sobre todo en sus películas de vampiros o extraterrestres" la burla sarcástica de los estratos de la alta cultura, pero que el pueblo amó con ingenuidad, sencillez y sinceridad.

Tuve la fortuna de conocer personalmente a dos luchadores célebres; el primero fue "el campeón" Enrique Llanes, que tenía una academia de yudo en la colonia Narvarte a la que acudí de adolescente. Recuerdo sus gritos de aliento en una competencia nacional en la que quedé en tercer lugar (había sólo tres competidores), su voz melodiosa (fue un excelente conductor deportivo) y su gentileza en el trato. Muchos años después llegó a las oficinas de Clío, intempestivamente, Blue Demon. Me propuso publicar su biografía y tengo por orgullo haberlo hecho antes de su muerte. Pero mi anhelo mayor nunca se realizó. Era conocer al Santo. Por eso es un privilegio para mí escribir estas modestas líneas en su memoria. Donde esté ahora, en el altar de sus seguidores o en el Cielo, le agradezco esas noches exaltadas frente al televisor, pasmado frente a sus vuelos espectaculares y sus "llaves" implacables, la "doble Nelson", "los candados", "la quebradora­". Antes que James Bond o Indiana Jones, antes que los Transformers y los héroes de internet, el Santo fue el héroe justiciero de nuestra infancia.

*Este texto se publicó como prólogo al libro de Lydia Gabriela Olivares

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