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Regalo de cumpleaños

El Congreso tiene la oportunidad de darnos el mejor regalo en el cumpleaños de México: debatir con limpieza, claridad, celeridad y altura la propuesta de Reforma Política enviada por el Presidente y aprobar un conjunto de leyes que inauguren una etapa de verdadero equilibrio entre los poderes y amplíen la participación ciudadana en los asuntos públicos. De los diez puntos que aborda la iniciativa presidencial, cinco están relacionados con el Poder Legislativo. Vale la pena detenerse en la dimensión histórica que engloba a estos últimos.

La verdad de las verdades es que a lo largo de doscientos años el Legislativo y el Ejecutivo nunca o casi nunca han entendido ni respetado sus papeles respectivos. La historia política de México no ha sido tanto el lugar de una tensión civilizada y creativa entre esos dos cuerpos como un movimiento pendular en el cual cada uno ha buscado la subordinación del otro.

El Legislativo ha llevado con mucho la peor parte. Los periodos de predominio del Ejecutivo son de sobra conocidos: la dictadura de Santa Anna, la monocracia absoluta de Porfirio Díaz, el férreo mando de los sonorenses y finalmente la presidencia imperial, en la cual el Legislativo era un poder de ornato. Cárdenas arrancó su gestión cesando a los diputados callistas y la pauta de total subordinación duró diez periodos presidenciales y medio, de 1934 a 1997. En total, la hegemonía del Ejecutivo sumó 114 años.

Si el Legislativo contó muy poco en tiempos de hegemonía ejecutiva, en tiempos de violencia contó aún menos. Descontando estos periodos propiamente revolucionarios (más de treinta años) de la contabilidad bicentenaria, nos quedarían aproximadamente 50 años, una cuarta parte de nuestra historia nacional, en la que el péndulo osciló levemente hacia el Poder Legislativo: la etapa formativa (1822-1853), la República Restaurada (1867-1876), los quince meses del Presidente Madero, y la era actual, que arrancó en 1997, cuando el PRI perdió por primera vez en su historia la mayoría legislativa.

Lo cierto es que en ninguna de esas cuatro etapas cabe hablar propiamente de predominio legislativo. Los Congresos de la era formativa tuvieron que operar casi siempre bajo la sombra del caudillo Santa Anna, que con frecuencia los disolvía. No obstante, entre derrotas, pronunciamientos y bancarrotas, los diputados se enfrentaron con espíritu republicano a una gran variedad de problemas (el lugar histórico del clero y las milicias; las guerras internas e internacionales; los ensayos de República Federal y República Centralista). Pero su desempeño fue mediocre: dejaron pasar décadas irrecuperables ensayando "proyectos de nación". Padecían un agudo idealismo legislativo. Les bastaba con decretar leyes perfectas para esperar que la realidad tuviese la bondad de amoldarse a ellas, lo cual no ocurría jamás. Lo más grave fue su actitud en momentos de auténtica emergencia. En 1847, en plena invasión estadounidense, el ministro de Relaciones José Fernando Ramírez lamentó la "espantosa división" del Congreso y escribió: "un Congreso sin prestigio, sin poder, sin capacidad, y lo que es peor aún, hondamente minado y destrozado por los odios de partido que nada dejan ver con claridad, excepto los flancos y ocasiones que se le presentan para herir a sus enemigos".

Para inocularse contra el caudillismo, el gran constituyente liberal de 1857 optó por dotar a la Cámara de Representantes (única entonces) de facultades excesivas que sólo comenzaron a ponerse a prueba durante la República Restaurada. A juicio de Cosío Villegas, al Legislativo le costó entender su papel en un país que clamaba por la paz y el progreso: "El centro nervioso debió ser el órgano de la ejecución, no el de la deliberación. Nunca como entonces se apetecería que el legislativo tuviera la función importantísima, pero estrictamente limitada, de dictar reglas generales de una política cualquiera: la fiscal, la educativa, la de obras públicas, etc., y que el ejecutivo tuviera toda la amplitud de acción para negociar y vigilar la realización de lo convenido".

Con todo, el Legislativo parecía evolucionar hacia convertirse en "un organismo poderoso pero de buen sentido que renuncia poco a poco a su poder, convencido de que otros pueden usarlo con más eficacia y para el mayor bien de la nación".

En 1876 Porfirio Díaz acabó con el ensayo. El Legislativo tuvo una nueva oportunidad en tiempos de Madero. De haber sido más receptivo a las necesidades sociales, aquel Congreso (cuyo senado seguía siendo porfirista) pudo haber evitado la guerra civil. Al antagonizar por principio con el Ejecutivo lo que a la postre logró -con excepciones notables- fue su propia liquidación.

A partir de 1997 vivimos una inestable paridad de poderes que no han sabido colaborar entre sí. La responsabilidad es compartida, pero acaso ha sido mayor la de los legisladores. Como sus predecesores en el siglo XIX, en momentos clave han preferido aferrarse a sus dogmas, intereses u "odios de partido" que actuar con celeridad y sentido práctico "para el mayor bien de la nación". El ejemplo límite -no muy distinto al de 1847- fue el vergonzoso teatro legislativo de 2007-2008 alrededor de la Reforma Petrolera: una irresponsabilidad que cuesta y costará mucho a los mexicanos.

En el Bicentenario, los diputados tienen la oportunidad de demostrar madurez legislando sobre su propio número y función, sobre su relación con el Ejecutivo y su vinculación con la ciudadanía. Los diputados no tienen sobre sí la amenaza realista de un presidencialismo institucional todopoderoso. Pero si la opinión pública se desencanta por entero de la política y la democracia, la sombra del caudillo se proyectará una vez más, como en el siglo XIX, sobre nosotros. Mejor empezar el año con el pie derecho. Mejor darnos a nosotros mismos, a través de nuestros representantes en la Cámara, el regalo de cumpleaños.

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