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Reformar el Legislativo

¿Sabe usted quién es su diputado? ¿Conoce el nombre de su senador? Si los amables lectores (personas que por principio tienen conciencia cívica y responsabilidad política) responden negativa o dubitativamente (como es probable) a estas dos sencillas preguntas, imaginemos lo que ocurre con el grueso de la ciudadanía. La conclusión es obvia: nuestra vida parlamentaria, adormecida o desvirtuada a lo largo del siglo XX y buena parte del XIX, está literalmente en pañales. Cada tres años elegimos diputados y cada seis años renovamos la cámara alta, pero ni nosotros sabemos en verdad quiénes son ellos, ni ellos se sienten, genuinamente, nuestros representantes. Tradicionalmente estuvieron allí como una estación de paso hacia el verdadero poder, el Ejecutivo. Hoy las cosas, en esencia, no han variado. Guiados por una lógica casi exclusivamente partidaria, los diputados y senadores de todos los partidos buscan volver a la situación priista (Ejecutivo y Legislativo, dos en uno, como la santísima dualidad) y no han dado muestras de saber convivir entre pares, en un sano y leal pluripartidismo.

En una democracia madura, las facciones parlamentarias se oponen incluso con encono por naturales razones políticas o ideológicas pero en general no llevan sus diferencias al extremo de paralizar su propia misión legislativa o provocar el bloqueo sistemático del Ejecutivo. La clave de esta civilidad no está en la buena fe de los representantes (que si pudieran devorarían a sus oponentes) sino en su identificación con los representados a quienes deben rendir cuentas. Alguna vez le pregunté a un diputado de Texas qué porcentaje de sus votos obedecía a sus lealtades partidarias y cuál a su clientela política, a su "constituency" (palabra que, significativamente, no existe en español). Su respuesta fue inmediata: 20 y 80 por ciento respectivamente. Y agregó: "en el 80 por ciento he coincidido a menudo con el partido opositor en contra del mío propio". Sus representados lo bombardean diariamente con e-mails y cartas, y pasa la mayor parte del tiempo no en Capitol Hill sino en Houston. En México estamos a años luz de esa actitud. Con consecuencias desastrosas no sólo para el Congreso sino para nuestra frágil democracia. Al grado en que ya comienzan a escucharse las voces de una íntima tristeza reaccionaria: "¿qué ganamos con la democracia? Estábamos mejor antes, ¡ay qué tiempos, señor don Simón!".

Uno entiende la nostalgia cuando revisa el desempeño general del Congreso en el 2001. La malhadada reforma fiscal y la postergación (hasta el 2003 si no es que hasta las calendas griegas) de las urgentes reformas en materia penal, laboral, eléctrica y petrolera, son signos evidentes de irresponsabilidad. Se dirá, y es verdad, que la dilación no se debe por entero al Congreso sino a la falta de liderazgo del Ejecutivo. Pero el palenque ideológico a que en muchos momentos se rebajó el Congreso ha contribuido decisivamente a la parálisis. Con todo, mucho peor que la irresponsabilidad es la abyección. Ese fue, a mi juicio, el sentido del episodio ocurrido a principio de año, cuando un sector de nuestros flamantes diputados (los adalides de la primera legislatura del México democrático, los sucesores de Ignacio Ramírez, Zarco, Vallarta y Belisario Domínguez) peregrinaron alegremente hasta la Meca cubana para rendir humilde y rendida pleitesía al dueño y señor de la isla, al patriarca en su invierno. "Cinco horas y media habló Castro" -registró la crónica de Reforma-, quien no sólo los instruyó sobre los prodigios educativos y médicos de la Revolución Cubana sino que se declaró "enemigo del pluripartidismo" porque "crea fragmentación en nuestras sociedades". Los diputados estuvieron de acuerdo: mejor así, en el partido único, sin las molestas "fragmentaciones" que "crea en nuestras sociedades" la libertad de prensa, de creencia, de expresión, de movimiento, de reunión, de voto, de asociación, de afiliación política o sindical, o de preferencia sexual. Mejor así, sin parlamentos que parlamenten otra cosa que los parlamentos del todopoderoso que decide por todos desde hace 43 años. "Atentos -continuaba la nota-, más de 100 legisladores (del PRI, PAN y PRD) aguantaron en sus asientos... recibieron y despidieron al Presidente cubano aplaudiendo de pie".

Y sin embargo, estos son, y no otros, al menos hasta 2003, nuestros representantes. Con honrosas excepciones, no deberían merecer el inédito premio de la reelección, pero no hay duda de que sólo con ese incentivo las futuras promociones buscarán la identificación cabal con sus clientelas de abajo y no con sus jefes de arriba. Además de esa reforma urgente, las diversas comisiones necesitan integrar equipos profesionales de asesoría, preferiblemente de nivel internacional. Y si la arquitectura antiparlamentaria de San Lázaro no es reformable, sí pueden serlo sus técnicas legislativas, sus reglamentos internos, sus tiempos y la propia dimensión del Congreso: habría que reducirlo, como se ha dicho en varios foros, a unas dos terceras partes.

Las elecciones de mitad de sexenio solían ser un mero trámite en México. Las de 2003 decidirán la suerte de este sexenio y, quizá, de otros más. El gran peligro está en el desprestigio creciente de la clase política, una mala imagen ganada a pulso sobre todo por el Legislativo que ha estado muy por debajo de las expectativas políticas y su responsabilidad histórica. Para evitar una catástrofe de abstencionismo y su corolario natural (la desintegración de los partidos y la acción directa de las masas en las calles) sería bueno que el IFE (oasis de credibilidad en un mar de desprestigio e ineficacia) instrumentara una campaña en los medios para inducir en la ciudadanía una idea clara de qué es y para qué sirve un representante. Elegir un diputado o un senador es tan importante como elegir presidente. Así aspiraremos a que en 2004, lectores, autores, y ciudadanos todos, no sólo conozcamos sino nos identifiquemos con nuestros congresistas y los respetemos. Y en una eventual visita a Cuba, alguno de ellos quizá hasta tenga el arrojo (o, si no, el mínimo respeto a su propia investidura) para no levantarse a aplaudir sino a reclamar al dictador sus crímenes contra la libertad, y sus crímenes sin más.

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