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Seis momentos de excelencia

Para Israel Cavazos

La palabra calidad, en términos históricos, debería ser sinónimo de la palabra excelencia. Cualquier revisión histórica de la calidad en México equivale a preguntarnos cuándo ha alcanzado nuestro país momentos de excelencia. Un análisis somero de esos momentos podría ayudarnos a discurrir los métodos para traducir esa experiencia a nuestra realidad actual. Si la historia, más que un saber, es una sabiduría, veamos si es posible extraer de ella lecciones de excelencia en el pasado para nuestro presente.

Bajo esta óptica, cada período histórico ha tenido su aspecto extraordinario. Aunque entrañe una simplificación, para los efectos de nuestro análisis creo que es posible advertir esos momentos de excelencia en los seis siguientes tramos: México prehispánico, la Conquista, la Colonia, el México liberal, el México Porfiriano y el México de la Revolución.

 1. Aunque no se denominaba ni calidad ni excelencia, es claro que en el mundo prehispánico existía el concepto de rigor, de exigencia, de perfección. Sus motivaciones fueron religiosas todas lo eran en aquel universo poblado de dioses pero las pruebas de excelencia siguen allí, frente a nuestros ojos, sin que a estas alturas hayamos podido descifrarlas plenamente. ¿Quién no sabe que los mayas fueron notables astrónomos, matemáticos, y que construyeron las impresionantes ciudades sagradas de Uxmal, Palenque y Chichén Itzá? ¿O que los zapotecas eran prodigiosos orfebres y urbanistas? ¿Quién ignora que esa vasta acumulación de conocimientos, creencias, artes y costumbres llamada Toltecáyotl fue una auténtica civilización que nutrió por varios siglos a la constelación cultural de Mesoamérica?

Es verdad que una intraspasable barrera cultural ha impedido siempre la comprensión plena de aquel mundo por la mentalidad occidental. Y, sin embargo, vivimos literalmente sobre sus manifestaciones: ciudades estucadas y policromadas, templos, esculturas, pinturas, utensilios de toda índole, códices. ¿En que consistía la excelencia aplicada a ese universo? Consistía en la increíble floración de obras materiales y espirituales que esos pueblos alcanzaron sin contacto alguno con otras civilizaciones. Octavio Paz ha llamado a esa condición no sólo aislamiento sino soledad: soledad histórica. Pues bien, en medio de esa condición de soledad, y con elementos técnicos y científicos tan rudimentarios que en muchos casos no iban más allá de la Edad de Bronce, aquellas culturas alcanzaron la excelencia bajo la forma de una altísima originalidad.

Citemos sólo algunos de sus logros: el riguroso estoicismo de sus códigos éticos; la compleja concepción fatalista de la vida y el universo; las costumbres alimenticias, medicinales y comerciales, tan arraigadas, que aun ahora siguen vigentes en la dieta y los tianguis del centro de nuestro país; sus prácticas agrícolas, mineras y sus industrias, incipientes sin duda, pero avanzadas si se toma en cuenta el atraso técnico de estos pueblos (su desconocimiento de la rueda, su falta de animales de tiro, por ejemplo). Otros aspectos notables fueron su cortesía, su elaborado amor por la poesía y por las flores, tan marcado y auténtico que llamó la atención de Humboldt a principios del siglo XVIII y nos sigue pareciendo extraordinario aún ahora. La excelencia más llamativa, desde luego, es de orden estético. La conclusión primera es clara: a partir de las restricciones que la fatalidad histórica puso sobre aquellos pueblos, su desempeño fue notable. Su llave maestra a la excelencia, debemos recordarlo, no fue el interés material sino espiritual y, más aún, sagrada.

2. Nuestro segundo momento de excelencia ocurrió en el siglo XVI: fue la conquista espiritual de México por unos cuantos centenares de frailes cuya benévola acción palió al menos la tragedia de la otra conquista (la conquista material) sobre millones de indígenas. No es excesivo sostener que la impronta de esa labor misionera persiste hasta nuestros días: fue, en muchos sentidos, el momento fundacional de México. De nuevo, fue un momento de gran originalidad en medio de la adversidad. Los ejemplos sobran: Fray Pedro de Gante enseñando a los niños indios mediante la música o el teatro los elementos de la civilización que luego ellos esparcirían por sus pueblos. O la obra de Fray Bernardino de Sahagún, que en el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco recogió pacientemente, de boca de sus informantes, la historia general que con toda corrección, se llamó de las "cosas de la Nueva España''.

Por un lado, aquellos frailes publicaron gramáticas, vocabularios, libros de oración, catecismos, sermones y extractos de escrituras en lenguas indígenas; por otro estudiaron la cultura antigua de esos pueblos con tal amor y autenticidad que de su esfuerzo nació la moderna etnografía científica. Quizá el caso más extraordinario de búsqueda de perfección haya sido el de Vasco de Quiroga, conocido por los indios como "Tata Vasco''. Su propósito era nada menos que recrear en estas tierras la Utopía concebida por su admirado Tomás Moro, y con ese molde fundó varias comunidades en Michoacán dedicadas cada una a una labor diferente: muebles, metales, zapatos, mantas. Lo milagroso del caso es que a 450 años de su tránsito por la zona tarasca no sólo sobrevive mucho de su legado sino hasta un hilo de memoria viva.

Otro ejemplo más de ese momento de creatividad y hallazgo fue el de Bartolomé de las Casas: buena parte de su larga y fructífera vida alcanzó los 92 años la dedicó a la defensa de los indios. Contra opiniones influyentes de la época que siguiendo a Aristóteles consideraban al indio como un esclavo "por naturaleza'', Las Casas vindicó la plena humanidad de los indios y por tanto la necesidad y deber de tratarlos en libertad y como iguales. Aunque su doctrina no atajó ciertos aspectos dolorosos de desigualdad y servidumbre que caracterizarían a los siglos coloniales, en términos comparativos con otras colonizaciones tanto españolas como anglosajonas los suavizó decididamente. No es que los indios en Nueva España hubiesen sido más felices que en otras colonias, es que por lo menos eran, es decir, vivían. Un inteligente escritor de la época porfiriana Emilio Rabasa describió la diferencia con exactitud:

En México, los indios están dentro de la nación. Cuando ella avanza los lleva consigo. En los Estados Unidos, cada avance de la nación empuja a los indios a un nuevo destierro. Si el avance de México es lento, debe tenerse en cuenta que México no ha arrojado la carga para ir de prisa.

El mestizaje, que no existió ni siquiera en el Perú, fue la gran aportación de México a la historia moral de Occidente. Se dirá que fue un proceso natural, pero al menos una de sus raíces radicó en la obra de los misioneros del siglo XVI que introdujeron la libertad cristiana y la igualdad natural hasta arraigarlas en la mentalidad popular. Sólo en un país así, más allá de sus injusticias patentes, un indio podía llegar eventualmente a la Presidencia. Tan original sería el alegato de Las Casas y otros frailes en favor de los derechos de los indios, que sus ecos se escucharían mucho tiempo después, en los procesos de independencia y descolonización, no sólo en México sino en el mundo. Y así como a Sahagún podía acreditársele con la fundación de la etnografía científica moderna, así a Las Casas podía citársele como un fundador del Derecho Internacional.

 3. El siguiente momento de excelencia se dio en el ámbito de la cultura religiosa y, en particular, en el de sus manifestaciones artísticas. La arquitectura religiosa que Nueva España legó a México no sólo domina el horizonte de la capital sino de miles de pueblos en todo el País. Como se sabe, sus joyas mayores como el Sagrario de la Ciudad de México o las Iglesias de San Francisco Xavier en Tepotzotlán, Santa Rosa de Querétaro y Santa Prisca en Taxco, corresponden a diversas facetas del arte barroco del siglo XVII y la primera mitad del XVIII, pero las hay de varios otros estilos: desde los medievales y renacentistas del XVI hasta el neoclásico de finales del XVIII. Dentro de esa arquitectura florecieron, con momentos de notable originalidad, todas las artes: pintura, escultura, poesía, música y hasta muchos guisos de la cocina mexicana. En los claustros de esos conventos, en los atrios de esos templos, frente a los retablos y portadas que eran cátedras de piedra sobre Historia Sagrada, se formó el catolicismo mexicano.

A la Iglesia, escribe Octavio Paz, se debe "lo peor y lo mejor de México'': lo peor (que no nos atañe ahora, puesto que no hablamos de antiexcelencia) fue la herencia intelectual y política de enclaustramiento, escolasticismo, retórica e intolerancia. Lo mejor sería la "fecundidad espiritual'' del catolicismo en el alma popular, asombrosa no sólo por las creaciones artísticas que prohijó sino "por las visiones de amor y caridad con que ha ennoblecido la vida interior del pueblo y por las imágenes con que ha enriquecido su sensibilidad, como la Virgen de Guadalupe''. En nuestros días, este catolicismo ha perdido parte de su creatividad artística pero no sus visiones, imágenes y prácticas. En la mayoría de los pueblos de México, pero sobre todo en el centro y sur, asientos del México antiguo y colonial, la gente sigue viviendo a la luz y sombra de ideas, símbolos, normas, edificios, liturgias y fechas de carácter religioso.

A la vitalidad de esta cultura arraigada desde tiempos coloniales se deben muchos de nuestros rasgos cotidianos de convivialidad y apoyo comunitario. Se dirá que esta cultura enraizada en la ética popular del mexicano nada tiene de excelente aunque tenga todo de original o peculiar. Se dirá incluso que la supervivencia de esas costumbres ancestrales bloquea el desarrollo moderno del país porque bloquea la conciencia individualista.

Por mi parte, me inclino a creer lo contrario. El gran desarrollo de Japón se ha fincado precisamente en una tradición religiosa profunda que poco tiene de individualista, y no sería raro que en el siglo XXI asistiéramos a un boom de proporciones inimaginables en la cultura madre del Japón: China. La espiritualidad comunitaria, estética y religiosa de nuestro pueblo, no es del todo ajena a muchos patrones asiáticos. Max Weber, a principio de este siglo, escribió que los países protestantes estaban particularmente equipados para el capitalismo gracias a la estructura de sus creencias individualistas. Los tigres del sureste asiático han limitado el rango de sus profecías. ¿Por qué no imaginar entonces un boom mexicano? Estoy convencido de que la estructura cultural de nuestro pueblo consentiría al menos un viraje así. El problema está en cómo propiciarla.

El siguiente momento de excelencia ocurrió a mediados del siglo XIX. Me refiero a la consolidación de un Estado libre, independiente, laico en México. Para apreciar en su justo valor esta auténtica hazaña tenemos ahora mismo, frente a nuestros ojos, un fenómeno histórico que se presta a trazar analogías: me refiero a los países del Este, que con inmensas dificultades emergen de un período muy largo de servidumbre en el que abolieron la libertad y el mercado.

¡Qué difícil nos parece su avance y modernización! ¿Cuánto tiempo pasará para que en la ex-URSS se extinga la mentalidad política y económica que imprimió el régimen comunista? Varias décadas quizá. Pues bien, en México el proceso de privatización de las conciencias, las decisiones políticas y la economía (que durante la Colonia estaba en manos de la Iglesia) duró cuatro décadas. México, que en términos estrictamente occidentales había nacido con un retraso de tres siglos para alcanzar tanto la libertad política como el bienestar económico, tardó un lapso mínimo en cambiar de piel gracias a una extraordinaria generación de políticos e intelectuales, la generación de la Reforma.Daniel Cosío Villegas, el mayor historiador liberal del siglo XX, describiría sus méritos en un párrafo memorable:

La historia mexicana tiene páginas negras, vergonzosas, que daríamos mucho por poder borrar; tiene páginas heroicas, que quisiéramos ver impresas en letra mayor; pero nuestra historia tiene un sola página única en que México da la impresión de un país maduro, plenamente enclavado en la democracia y en el liberalismo de la Europa occidental moderna. Y esa página es el Congreso Constituyente de 1856.

Otro intelectual del siglo XX, el filósofo Antonio Caso, diría que aquellos hombres "parecían gigantes''. Habían creado una Constitución que consagraba las más amplias libertades (de manifestación de las ideas pública y privadamente, de enseñanza, circulación de personas, asociación y conciencia); habían ampliado las garantías (abolición de fueros y tribunales especiales, de prisión por deudas, defensa libre en todo juicio civil o penal, y, sobre todo, garantía de amparo ante los abusos de la autoridad); habían dado al Poder Legislativo la supremacía sobre el Ejecutivo; habían dispuesto la elección popular de magistrados. "Aquellos hombres eran "fiera, altanera, soberbia, insensata, irracionalmente independientes''' entre otras cosas porque tenían atrás la cara oscura de los tres siglos coloniales: la cara de la opresión política y la intolerancia intelectual.

5. A veces los grandes avances históricos parecen obra de la necesidad, no de la imaginación, la creatividad, el valor de hombres concretos. En realidad, siempre se deben a la iniciativa de grupos, minorías o líderes. Así como el gran impulso liberal del siglo XIX todavía nos permite vivir en un marco (limitado, imperfecto, pero real) de libertades cívicas y de legalidad, así el gran impulso económico del Porfiriato pende sobre nosotros como un momento de excelencia que podemos emular en sus aspectos positivos y aun sobrepasar. En estos años hemos asistido a una pálida copia de esa imagen: presupuestos equilibrados, fluidez en la inversión externa, crecimiento económico en todos los ámbitos, diversificación de exportaciones, prestigio mundial. Todo esto ocurría a fines del siglo XIX y principios del XX, en un país cuya población, en su tercera parte, era indígena. No era, pues, un progreso más entre otros de Occidente: era un progreso en condiciones históricas, geográficas, sociales y hasta étnicas particularmente adversas. Y sin embargo se dio, aquí, entre nosotros.

6. La Revolución Mexicana fue un momento de gran originalidad política, moral y artística, pero en este caso en particular me resisto a hablar de excelencia. A las democracias y las economías sí cabe aplicarles ese adjetivo, a las revoluciones no. No faltará quien señale la obra de los muralistas como refutación. Con todo lo admirable que sea, su dimensión es limitada y muchas veces imitativa. ¿Qué queda, a estas alturas, que podamos calificar como de excelencia en este siglo mexicano? Me temo que poco en la construcción política y económica nacional. Unas cuantas, contadas individualidades, descuellan en la cultura. Pienso en tres escritores: Alfonso Reyes, José Vasconcelos, Octavio Paz. Son, como ha escrito Gabriel Zaid, "picas en Flandes'' de nuestro país en la cultura occidental, conquistadores, no pasivos espectadores. Aunque Alfonso Reyes escribió que México había llegado tarde al banquete de la cultura universal, con su obra y su nivel de exigencia, Reyes, Vasconcelos y Paz no sólo se han sentado en ese banquete y lo han asimilado sino han aportado, desde la perspectiva mexicana, una obra única e irrepetible.

En el caso de Paz, el mérito es doble: no sólo ha alcanzado esa excelencia reconocida por su obra como escritor, sino como pensador. El propio Zaid que es otra "Pica en Flandes'' ha señalado lo extraordinario de esta distinción: no es común que Occidente consagre a un pensador de nuestra lengua. En este siglo ha habido muchos novelistas o poetas latinoamericanos que han alcanzado un reconocimiento mundial, pero sólo Ortega y Gasset lo había logrado como ensayista. Paz, a quien Ortega aconsejaba volverse filósofo, siguió a su manera el consejo. ¿En qué otras disciplinas, momentos, individualidades ha llegado México a momentos de excelencia? En varias, desde luego, aunque menos conocidas, como la ingeniería sísmica o civil, o en no pocas empresas del centro y el norte del País. Pero la cosecha no es abundante. Admitirlo es el mejor principio para construir un futuro de excelencia.

Llegamos al momento actual. ¿Podremos competir en el mundo del siglo XXI produciendo bienes y servicios de excelencia? Este vertiginoso recorrido por los buenos momentos de nuestra historia debería alentarnos. Si alguna vez tuvimos la imaginación y el valor para cambiar, para mezclar, para inventar soluciones creativas de excelencia a nuestras situaciones históricas, seguramente podremos hallarlas ahora. Pienso, por ejemplo, en la industria del turismo, tan raquítica entre nosotros. España ha hecho el gran negocio vendiendo no sólo su sol y sus playas sino su pasado. México tiene más y mejores playas, más y mejores soles y un pasado no sólo español sino azteca, tarasco, maya, etc... ¿Por qué no hemos sabido ofrecerlo? Por nuestro cerril nacionalismo de Estado, por nuestras opresivas burocracias culturales, por nuestras atávicas xenofobias.

Es obvio que en este, como en casi todos los casos, la solución es abrir el campo a la libre competencia, pero hay mexicanos que temen perder su virginidad cultural (esa cosa vaga que ellos llaman "identidad'') en el tránsito. Ante esa situación, los decretos autoritarios de la cúspide no funcionan. Lo que funciona es la discusión pública y la democracia. Si logramos, no la excelencia (que nos será quizá imposible) sino la normalidad en esos campos, el País podrá abrirse plenamente y descubrir en libertad todos los recursos que posee para construir obras de excelencia.

Para seguir con el tema del turismo, tendrá que llegar el día en que los mexicanos comprendan que si un inversionista holandés desarrollase, digamos, Tula, el hecho no equivale, ni siquiera simbólicamente, a que perdamos la soberanía sobre Tula y ésta salga volando, como el penacho de Moctezuma o por KLM. Al hablar de la excelencia entre las culturas precolombinas me refería a la motivación espiritual. Esta es ahora la piedra de toque. Para introducir esa motivación en la sociedad, México requiere un nuevo liderazgo que avance por la ruta que ha abierto el presente régimen, pero la haga comprensible, asimilable, entrañable en la imaginación popular. Un liderazgo ético que convierta la apertura, el trabajo, la responsabilidad en valores perdurables. Nuestra cultura no es reacia a estos valores. Está equipada para comprenderlos, pero a estas alturas del siglo y de la modernidad, estos valores no pueden ser impuestos: deben ser compartidos. La excelencia ahora no es nuestra única opción histórica, pero sólo la alcanzaremos en la democracia.

El Norte

*Texto publicado en dos partes, el 6 y el 12 de diciembre

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