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Violencia: leyenda y realidad

En 1994 México parece destinado a confirmar la vieja leyenda: es la tierra de Pancho Villa donde unos hombres de bigote y sombrero sacan la pistola a la primera provocación, el escenario atávico de los sacrificios humanos. Primero fue la rebelión zapatista en Chiapas; luego el asesinato de Luis Donaldo Colosio; y cuando los mexicanos creíamos haber despertado, la pesadilla regresa. ¿Ha vuelto el México bárbaro, el bronco, el volcánico?

La leyenda es parte de la historia, pero la historia es distinta de la leyenda; en términos generales México ha sido un país pacífico y por eso la violencia nos ha tomado por sorpresa. Durante los primeros 250 años de su dominación, España gobernó a Nueva España con una guarnición palaciega. Las guerras internas del siglo XIX fueron casi siempre querellas de élites. En la Revolución Mexicana murieron por enfermedad, hambre y violencia un millón de personas (de un total de 15), pero los hombres en armas nunca llegaron a cien mil.

Desde los años treinta hasta hace unos meses, México fue un santuario de estabilidad en un continente que oscilaba entre la anarquía y la dictadura. Tres procesos largos y profundos (el mestizaje racial y cultural; una tolerante homogeneidad religiosa y un nacionalismo cohesivo producto de las intervenciones extranjeras) libraron al país de las tensiones típicas de nuestro tiempo: el odio étnico, religioso y regionalista. Mientras la guerrilla marxista atrajo (y en alguna medida sepultó) a una generación latinoamericana entre 1960 y 1990, en México la guerrilla fue un episodio pasajero, confinado en los años setenta al estado natal de José Francisco Ruiz Massieu -Guerrero-, y que ha reaparecido ahora en Chiapas. Cuando los rebeldes llamaron a la sublevación popular en todo el país, el pueblo no los secundó, ni siquiera en el más violento de los estados: Guerrero.

Situado en el suroeste de México, Guerrero ha sido desde tiempos coloniales una tierra sin ley. Ser gobernador de ese estado era condenarse a morir derrocado o quizá asesinado. Uno de los pocos que llegó a completar su gestión fue Ruiz Massieu. Su proyecto fue promover un tránsito a la democracia encabezado por el PRI. La barbarie se lo impidió.

Pero se trata de una nueva barbarie frente a la cual los mexicanos estamos política y psicológicamente impreparados. No la enfrentamos cabalmente porque no la entendemos. Nos negamos a admitir la realidad: de alguna manera estamos en guerra o, más precisamente, somos espectadores pasivos de una guerra que se despliega ante nuestros ojos.

¿Por qué se declaró la guerra? Nadie lo sabe a ciencia cierta y allí reside buena parte del drama. Una hipótesis, sin embargo, parece plausible. Se debe a Gabriel Zaid y es la siguiente: la regla de oro de la política mexicana desde 1928 ha sido la "no reelección". Un presidente y su equipo pueden ejercer el poder absoluto por seis años, pero deben retirarse y dejar paso al siguiente. A juicio de la vieja guardia del PRI (ligada, al menos parcialmente, al narcotráfico) Salinas buscó la reelección de su "generación del cambio" y por eso escogió como candidato a su hijo político: Luis Donaldo Colosio. La mafia le pasó el primer cobro. Luego de la tragedia, uno de los hombres más cercanos a Salinas era su ex cuñado y compañero desde los tiempos estudiantiles: José Francisco Ruiz Massieu. Ahora, el mensaje parece claro: que la "generación del cambio" se ocupe de la economía; la mafia se hará cargo de la política.

El 21 de agosto, en un acto sin precedente, los mexicanos votamos por la vía contraria: lo que Octavio Paz ha llamado el "doble mandato" del cambio con estabilidad. Por desgracia, para que el país enfile hacia ese rumbo no será suficiente el haber votado masivamente. Se necesita un plebiscito cotidiano. Para recobrar la paz que ha sido habitual en nuestra vida, necesitamos exigir el esclarecimiento de los crímenes políticos y la aplicación de la ley. El primer paso es admitir que, al menos por el momento, la leyenda se ha vuelto realidad. Habíamos esquivado las guerras del siglo XX, pero nos atrapó la que proviene de la rigidez de nuestro sistema político. La situación, con todo, no es mala en sí misma. La historia reciente demuestra que los pueblos resueltos a luchar por sus convicciones democráticas pueden superar los conflictos y salir de ellos más unidos, más fuertes, y sobre todo, más maduros.

Reforma

Artículo  previamente publicado en la revista Time, el 10 de octubre de 1994

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