Cuando hace un año exactamente las autoridades de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara me comentaron que el próximo país invitado sería Cuba.
Porfirio Díaz nunca ocultó sus simpatías hacia el Imperio del Sol Naciente: las expresaba en el trato especial a sus diplomáticos, y hasta en ciertas minucias de gusto artístico como el consentimiento (nunca llevado a cabo) de establecer al lado de las pirámides de Teotihuacán un jardín japonés.
Con el voto del 6 julio de 2000 los ciudadanos no concedieron un triunfo sino un empate. El mensaje pareció ser: ¿Quieren que creamos en la democracia?
El ayer es irrevocable, dice Borges en algún sitio. Es el karma de cada uno. Los hechos del pasado se acumulan como una integral matemática sobre el presente y lo gravan de mil modos.
Tenemos una concepción restringida del progreso. Pensamos que el único progreso es el económico. Nuestro juicio sobre la marcha de la nación no discurre otras categorías.
De todas las ideas, ideologías y utopías sepultadas bajo los escombros del siglo XX, sólo quedó la más modesta, la democracia. No es un don predestinado a ciertos pueblos y vedado a otros: es una conquista abierta a todos.
Un líder y su equipo -me refiero, claro está, al "Vasco" Aguirre y la Selección- han levantado el ánimo nacional y han merecido el elogio unánime de la prensa internacional, aun de la más crítica.