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Integración y democracia

Desde su nacimiento como país independiente, México ha puesto su mirada en todas las direcciones menos en una: la del Sur. Durante el siglo XIX vimos hacia el Norte, primero con espíritu de emulación, luego con temor y un justificado recelo. La permanente amenaza de intervención norteamericana durante ese mismo periodo nos llevó a buscar equilibrios en el Este y el Oeste. A Francia la quisimos con un amor mal correspondido; con el Reino Unido y Alemania mantuvimos un vínculo puramente económico, y con Japón, un devaneo que le costó a Porfirio Díaz parte de la presidencia. En Latinoamérica pensábamos como el territorio de una hermandad ideal, moral, sin significación política concreta. Sólo Centroamérica desveló a los diplomáticos del Porfiriato, pero menos por el interés activo de vincularnos creativamente con esos países que por la voluntad reactiva de detener el avance imperialista en la zona. Había que evitar a toda costa vivir entre Tejas y Tejas, y Porfirio Díaz lo evitó. Así transcurrió un siglo hasta el estallido de la revolución, cuando México volvió la mirada hacia una quinta dirección: hacia dentro.

De esa inmersión nació un México seguro de sí mismo que se reconocía en la imagen de sus distintos tiempos y sus distintos espacios: el indígena y el español, el provinciano y el colonial. Era natural que en aquel momento expansivo la mirada se fijase por primera vez en Latinoamérica, y no es casual que fuese Carranza -el tenaz coahuilense que recordaba la mutilación de Tejas- el defensor del municipio de raíz hispánica quien estableciera vínculos diplomáticos más serios con los países del Sur. Con todo, el momento cumbre del reencuentro ocurrió poco después, y fue obra de un hombre a quien debió haberse rendido homenaje en la reunión de Guadalajara: José Vasconcelos. El célebre viaje de aquel fundador de nuestra educación a Suramérica en 1922 no sólo llevó el mensaje intelectual y artístico de México a países receptivos que ensayaban una vida abierta y tolerante (Argentina, Brasil, Chile), sino que sirvió como plataforma de crítica contra las dictaduras del momento (Guatemala, Venezuela). Vasconcelos sentó las bases de una auténtica integración cultural. Por varias décadas, Latinoamérica recogió los frutos de esa hermandad en los hechos, no en los discursos: becas e intercambios estudiantiles -así vino Raúl Haya de la Torre-, embajadores literarios -como Gabriela Mistral en México, Alfonso Reyes en Brasil y Argentina- y, sobre todo, una intensa circulación de libros, revistas, ideas: en México se leyó la revista Sur, y en Buenos Aires, Montevideo y Santiago, los libros del Fondo de Cultura Económica.

La posguerra desintegró aquella obra iniciada en México por Vasconcelos y continuada por hombres como Cosío Villegas y Silva Herzog. El recrudecimiento de los cuatro paradigmas de retraso latinoamericano -la tiranía militar, el dogmatismo ideológico, el caudillismo populista y el enclaustramiento económico- alejó a unos países de otros hasta casi incomunicarlos. Nada más natural: ningún dictador es partidario de la libre circulación de las ideas, todos se parecen a aquel funesto doctor Francia que convirtió Paraguay en un presidio. En 1950, cuando casi la mitad de Latinoamérica vivía bajo regímenes tiránicos, Cuba pareció encamar la continuidad del ideal de Bolívar y Martí, la posibilidad de una vida continental más libre, solidaria e independiente. Muy pronto quedó claro que el modelo de Castro no era Bolívar, sino un pensador que en su tiempo despreció a Bolívar: Marx. Castro no sólo no propiciaba la unidad latinoamericana, sino que la subvertía. Dos generaciones latinoamericanas imaginaron para Latinoamérica no una, dos, mil Costa Ricas, sino uno, dos, mil Vietnam. En algunos lugares -El Salvador, Perú- lo lograron. El mensaje unificador de las voces democráticas y liberales del continente, la de Rómulo Betancourt antes que ninguna, pareció inocuo a aquellos jóvenes febriles: ellos soñaban con la revolución en la sierra mientras sus homólogos en Europa o Asia instrumentaban la revolución cibernética. Siguieron largas querellas entre guerrillas y gorilas. Cuando a fines de la década de los ochenta Latinoamérica despertó de su sueño, como en el cuento de Augusto Monterroso, "el dinosaurio seguía estando allí". Pero el dinosaurio era ella misma.

En 1989 el mundo se maravilló de la revolución de terciopelo en Praga y de la caída del muro de Berlín. Por eso, quizá, pasó inadvertido un milagro no menos extraordinario: el voto continental de América Latina por la democracia. Por el voto plebiscitario, los militares asesinos -Pinochet, Stroessner- pasaron a retiro; por el voto del lector inteligente e informado, la escolástica marxista dejó (casi) de venderse; por el voto en las urnas, el pueblo rechazó (casi) las sirenas del populismo; por el voto de la realidad y el fracaso de los esquemas estatistas y cerrados, las economías más postradas, como la boliviana, descubrieron remedios efectivos contra la inflación y empezaron a crecer. Aunque el despertar ha sido desigual y el proceso de crecimiento apenas embrionario, todo parece indicar que América Latina acierta por fin a discernir en provecho propio el curso de la historia occidental. Se trata de seguir el camino por el que -transitan Portugal y España, consolidar el proyecto que resumió con sencillez y claridad Felipe González: "Sin la democracia no habrá solidaridad interna e internacional para encauzar los proyectos de desarrollo económico y social".

El presidente Salinas de Gortari ha tenido el acierto indudable de tomar una vez más la iniciativa histórica, como en tiempos de Vasconcelos, y vincular a las nacientes democracias de América Latina. La confianza de un país que avanza con éxito en el ordenamiento de su economía y se atreve a abrirse a la competencia internacional explica y justifica el momento expansivo de este Gobierno. La confianza de un continente que se ha sometido a sí mismo al escrutinio democrático y lo ha librado con bien explica y justifica el entusiasmo de los presidentes en Guadalajara. Con todo, para que la integración latinoamericana alcance siquiera la densidad y dimensión del intercambio cultural espontáneo que tuvo hace medio siglo será necesario mucho más que buenos propósitos y homenajes retóricos a la soberanía, la identidad, la unidad, etcétera. Serán necesarios miles de actos positivos, anónimos, silenciosos, ejecutados libremente por los hombres libres en Latinoamérica. Y estos actos y estos hombres sólo pueden darse en la democracia.

Democracia y libertad fueron las palabras cumbres en la cumbre de Guadalajara. Estuvieron en todos los discursos menos en uno. "América Latina pudo serlo todo y no somos nada", dijo Fidel Castro. Los hombres Libres de América Latina piensan lo contrario: América Latina no ha sido próspera por la responsabilidad fundamental de sus majos Gobiernos, pero tampoco ha sido uno de los territorios más desdichados de la historia. A pesar de los excesos de la conquista, España y Portugal dejaron una tradición de libertad natural que nos ha inmunizado contra los extremos de tensión racial, nacional y religiosa que desgarran ahora mismo otras partes del planeta. Abolimos la esclavitud siglos antes que Estados Unidos y nunca hemos padecido -con excepciones ominosas- los limites de crueldad a que llegaron los dictadores europeos o asiáticos del siglo. Fidel Castro se equivoca con Latinoamérica porque proyecta sobre ella la realidad que él mismo ha infligido sobre su desdichado país; es Cuba la que "pudo serlo todo y no es nada". Aunque los norteamericanos tienen una alta responsabilidad histórica en la tragedia cubana, a la luz de las revelaciones de Europa del Este (medio siglo de pobreza y opresión sin bloqueo norteamericano) y a la luz de cualquier examen objetivo sobre la realidad cubana de hoy (atropello a los derechos humanos, supresión de las libertades -de creencia, pensamiento, movimiento, asociación-, erradicación del mercado, ofrecimiento de mano de obra servil a las empresas turísticas extranjeras y mano de obra militar a dictaduras africanas, soberanía valuada en miles de millones de dólares anuales de subsidio soviético), no hay duda de que la responsabilidad mayor recae en su líder vitalicio. La historia no lo absolverá: tiene las manos manchadas de sangre.

¿Qué pensar, finalmente, de esas dos palabras, libertad y democracia, en nuestro país? Gozamos de las más amplias libertades cívicas, pero nuestra libertad política está corrompida. De nuestra cultura autoritaria y antidemocrática tiene gran responsabilidad el PRl, pero no sólo el PRl: también otros protagonistas de la vida pública que deberían ser, por definición, democráticos. Me refiero, por ejemplo, a algunos influyentes sectores de la prensa. Sólo en México -porque ya ni siquiera en Albania, Moscú o Bucarest- los diarios incurren en la mentira sistemática, el dogmatismo ideológico y la veneración al caudillo populista. Con un sistema político corporativo y casi monárquico como el que aún padecemos y con órganos de opinión pública que -como en la novela de Orwell- llaman libertad a la esclavitud y proclaman libertador al tirano, nuestro país no avanzará mucho en la relación con otros países. La mirada hacia los cuatro puntos cardinales quedará en eso, en mirada, no en diálogo, menos en intercambio. Para abrirnos a los otros, para integramos a los otros, necesitamos abrirnos a nosotros mismos. Esta apertura se llama democracia. Pero de los 1.087 meses que han transcurrido del siglo XX, sólo la hemos practicado en 15: los meses del presidente Madero.

Excelsior y El País

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