Nadie en México, salvo Octavio Paz, había visto en la palabra soledad un rasgo constitutivo, esencial digamos, del país y sus hombres, de su cultura y su historia.
Cerca de cumplir los setenta años, encarcelado por el presidente Adolfo López Mateos, David Alfaro Siqueiros recordaba ante un joven periodista la bíblica iracunda de su abuelo maldiciendo a Dios y a la virgen frente al féretro de la dulce doña Eusebita, su mujer.
A mitad del siglo y en el centro del mundo, un poeta mexicano escribe un libro sobre México. Tiene 35 años de edad y un largo itinerario de experiencias poéticas y políticas tras de sí.
Hojear libremente los 20 tomos de su obra, encontrar de pronto un pasaje conocido, fijar la atención en algunos textos, discursos, piezas parlamentarias, leer, en fin, a Francisco Zarco, ha resultado para mí una experiencia triste.
“Es un personaje extraído de la literatura rusa”. Me ha llevado tiempo confirmar la definición de Julio Scherer que me hizo alguna vez, por teléfono y de pasada, Octavio Paz.
El algún jardín de Taxco, verano de 1967, Isabel, Escalante, Novelo y yo divagamos sobre el lenguaje del mexicano. Novelo abre El laberinto de la soledad.