"Los pacifistas occidentales se especializan en eludir preguntas incómodas", apuntó George Orwell, en sus "Reflexiones sobre Gandhi", publicadas en 1949.
El corresponsal de The Economist en México durante los ochenta Michael Elliott (que años más tarde llegó a ser editor de Newsweek y Time), me dijo alguna vez que la señal infalible del eventual acceso de México a la democracia sería nada menos que el aburrimiento.
Con el voto del 6 julio de 2000 los ciudadanos no concedieron un triunfo sino un empate. El mensaje pareció ser: ¿Quieren que creamos en la democracia?
Tenemos una concepción restringida del progreso. Pensamos que el único progreso es el económico. Nuestro juicio sobre la marcha de la nación no discurre otras categorías.
De todas las ideas, ideologías y utopías sepultadas bajo los escombros del siglo XX, sólo quedó la más modesta, la democracia. No es un don predestinado a ciertos pueblos y vedado a otros: es una conquista abierta a todos.
¿Sabe usted quién es su diputado? ¿Conoce el nombre de su senador? Si los amables lectores (personas que por principio tienen conciencia cívica y responsabilidad política) responden negativa o dubitativamente (como es probable) a estas dos sencillas preguntas, imaginemos lo que ocurre con el grueso de la ciudadanía.